viernes, 7 de agosto de 2009

LAS ROSAS ERAN DE OTRO MODO

JOSÉ JOAQUÍN BLANCO

LAS ROSAS ERAN DE OTRO MODO
Este libro fue escrito bajo los auspicios de una beca del Sistema Nacional de Creadores de Arte (Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.)
ÍNDICE
El juramentado
Las rosas eran de otro modo
Recuerdo de Veracruz
La historia clínica de Pepe García
La prima Trini
El corrido de Juan Murrieta
Las tripas del padre Panchito
Las tribulaciones de una mexicanista
Las aventuras de un jacobino en Puebla
Indito de ojos azules
EL JURAMENTADO

A Delia Juárez y Rafael Pérez Gay
1
Todo el lóbrego peso de la edad madura cayó sobre mi cabeza, que ya evidenciaba los primeros estragos de la calvicie, la tarde aquella de un sábado que, en el restorán español El Peque, cerca de la Plaza México, Alex me anunció que había dejado el alcohol para siempre; se había convertido en algo más severo aún que los Alcohólicos Anónimos. Ya era un “juramentado”.
Había asistido a una ceremonia religiosa en la iglesia de San José de los Naturales, en el centro, y le había prometido a la Virgen dejar el trago. Lo había escrito con su propia mano en una carta que depositó en una urna al pie de su estatua. Y recibió una especie de escapulario. Una estampita enmicada, que al reverso de la imagen de la Virgen de Guadalupe lucía un texto ceremonioso: los juramentados se comprometían ante ella a dejar el vicio por seis meses, hasta tal día, en el cual debían refrendar su promesa; o, valientemente, para siempre. A cambio no sólo recibían la protección guadalupana, sino su ayuda. Porque para dejar el alcohol de veras, se necesita a la Virgen de Guadalupe.
El Peque era un restorán maravilloso, perdido en el tiempo, un pequeño paraíso en la tierra. Fundado por un republicano español a finales de los años cuarenta, en el estilo de la época, poco había cambiado durante las décadas siguientes. Se conservaban el largo mostrador, las pinturas murales de un barco y de escenas de toros; las fotos de personajes relativamente ilustres que asistieron a El Peque en sus primeros, célebres años.
El dueño parecía no querer prosperar ni transformarse. Atendía con gusto y generosidad a la numerosa clientela, que se tenía ganada por sus precios bajos, sus platillos sabrosos y la abundancia en las porciones. Los tragos se servían en la mesa directamente de la botella: la cantidad que quisiera el cliente. Y claro que nosotros, cuando descubrimos (hacia 1967) el restorán y lo volvimos nuestra guarida de los sábados, nos hacíamos servir bien cargadas las cubas, para tomarnos dos al precio de una. El viejo español recibía con sonrisas entre cómplices (oh, la juventud perdida) y paternales nuestro abuso, y con frecuencia nos regalaba alguna ronda, o se olvidaba de cargarnos algunos tragos en la cuenta. Y siempre nos obsequiaba con alguna botana de cortesía.
Nos sentíamos bohemios hacia los dieciocho años. A la vez que estudiábamos afanosamente para convertirnos en oficinistas perpetuos, dedicábamos los sábados a hablar de novias y de putas; de cine, de toros (subía el astro de Manolo Martínez), de poetas y filósofos (pero jamás de tele ni de futbol, que nos parecían despreciables, salvo en campeonatos mundiales). La vida se nos presentaba divertida y emocionante. Claro, el efecto de la juventud y de las cubas.
Éramos bastantes. A veces juntábamos hasta cuatro mesas. Una vez llegamos a ser quince compadres y nos quedamos hasta que cerraron el restorán. El español nos regaló dos botellas, que nos bebimos en plena calle: así, simplemente estacionamos dos coches en cualquier calle, con el radio a todo volumen (eran los años del twist), y que se chingaran los vecinos y la policía. Seguimos nuestra fiesta callejera hasta las tres de la madrugada, sin contratiempo alguno. Luego nos fuimos a insultar putas. Como no podíamos pagarlas, nada más nos acercábamos a ellas y las hacíamos rabiar. Éramos chamacos terribles, como de la nouvelle vague del cine francés.
Desde luego, aquel grupo de valientes amigos se dispersó pronto. Sólo nos seguimos tratando los desordenados y los borrachos. Pasaban los años y de repente alguno llamaba por teléfono: que cómo estás, que cómo andas, que qué onda, ¿cuándo nos vemos? Ya eran borracheras más tristes y menos humildes, en bares de hoteles, con variedad (¡el órgano melódico de Juan Torres!); y luego en los cabaretuchos. Todo ello, claro, mucho antes del table dance. Pero no olvidábamos, cada dos o tres meses, pasar algún sábado por El Peque, incluso cuando el buen español murió y su hijo criollo convirtió esa maravilla en un pinche “bistro” pretencioso y caro, de tragos exiguos y suflés indigestos, rebautizado Le Rendez-vous.
Alex era el más borracho y el más desordenado de todos. Duraba poco con las mujeres, y a todas las añoraba hasta las lágrimas. Se hacía de asombrosas amistades, también fugaces, con las que a ratos salía retratado en los periódicos: Manolo Martínez, Enrique Guzmán, Manolo Muñoz, Johnny Laboriel, Alejandro Jodorowsky, Mike Laure, José Agustín. Luego nos contaba de las orgías y encerronas de los famosos. “¿Ves esta esclava? Se la gané en el póker al mismísimo Loco Valdés”. Hasta salió de extra, en traje de baño, luciendo musculatura, en una película de pescadores asesinos de Hugo Stiglitz, y lo vimos en la enorme pantalla cinematográfica someter a puñetazos a una candente y feroz Isela Vega.
Le pasaban todo tipo de calamidades, de las que solía salir bastante bien librado, y las revivía una a una, con sufrimientos acrecentados, frente a una botella. Pero la vida era amable con él. Prosperaba y se conservaba más o menos ligador, a pesar de los grandes pleitos (hubo varios de navajazos y algún tiro), en que recaía cada dos o tres meses. Hasta que cerca de los cincuenta años (1995) decidió cambiar de vida.
La causa fue una mujer, la tercera con la que se casó. Era jovencita, guapísima y de buena familia. Desde luego también muy fresa y exigente. Le puso condiciones, bajo amenaza de botarlo de inmediato, que Alex le vio todas las intenciones de cumplir.
Se apareció una tarde de sábado en El Peque (bueno, ya era Le Rendez-vous. Bistro), que a pesar de los treinta años transcurridos seguíamos frecuentando los tres o cuatro sobrevivientes de la bohemia juvenil. Pero ya no nos ocupábamos de hablar tanto de toros, novias, películas y poemas, sino de burlarnos de los desertores, que andaban de cursis y bien portados con sus esposas, sus hijitos y sus oficinas, y se habían vuelto bien reaccionarios, hasta a misa iban; y se permitían predicar como curas contra las putas y los borrachos. Algunos de plano se habían hecho rotarios y miembros del Movimiento Familiar Cristiano. Se les veía el aburrimiento hasta en la punta de sus escasos pelos. Y el miedo de morir: cuidando el colesterol, la panza. También el terror a dejar de ser queridos. Hacían deporte y se cuidaban la figura para no desagradar a sus exigentes esposas. Posaban como personajes de sermón para que los admiraran sus exigentes escuincles.
¡Ah, cómo cambian los tiempos, cómo nos traicionan! Nosotros nos habíamos prometido la vida divertida y emocionante de los bohemios, ¡y en qué habíamos parado! Con gran nostalgia hablábamos de la generación de nuestros padres, cuando no había tanto feminismo ni mocherías de la salud y la vida correcta; y el hombre echaba panza con entera soberanía, ponía casas chicas con fundador ímpetu de patriarca, se emborrachaba y divertía como bestia jocunda hasta avanzada edad, y las esposas no se les rebelaban ni los acusaban con aullidos histéricos de machismo.
¡Qué hombres aquellos! Cuando el macho lo era naturalmente, y no un pedantesco perrito faldero: ¿qué otra gracia quieren que les haga, universitarias damas de la sociología, para no parecer “machista”: les enseño la panza o les presto la patita? ¡Tengan su buena cuarta de patita! Simplemente así era la vida de los hombres, desordenada; y las mujeres y los hijos debían acatar, y hasta nos parecía que lo acataban con bastante naturalidad, el pesado rol del varón en este mundo.
Tendría yo que aceptar, desde luego, que algo de esta decadencia contemporánea del hombre maduro también nos había corroído a los fieles, a los malvivientes. Algunos mentíamos. Nos las dábamos de más libres y reventados con los amigos de lo que realmente éramos, y les permitíamos a las esposas o amantes ciertos regaños y berrinches mucho más ásperos de los que en nuestra rebelde juventud les habíamos tolerado a las mamás. Y eso que entonces una madre enseñaba a sus hijos varones a que fueran lo más machos, no lo menos posible, je.
Pero teníamos al menos la vergüenza de ocultarlo. Llegábamos a El Peque, o a las cantinas y antros, como si en nada hubiéramos cambiado. Como si siguiéramos siendo tan bohemios, lacras, irresponsables y jóvenes como siempre. La vida emocionante y divertida ante todo, sin miedo a la muerte, a la ruina, al abandono, al desamor, a la soledad, al fracaso. Vivir cada día como si fuera el único. No dejarse afeminar, domesticar, castrar, amustiar por los miedos de la edad madura, por la trampa de la vida decente y la jaula de oro del impecable padre de familia.
Nos gastamos hasta la camisa para asistir a aquella encerrona de Manolo Martínez con seis toros —él solito, toro tas toro—, en Monterrey (1973), y para celebrarla seis días seguidos, sin que luego pudieramos recordar claramente en casas de quiénes estuvimos ni con qué taurófilas, meseras o coristas dormimos todo ese tiempo, hasta llegar cadavéricos pero triunfantes al hospital, a que nos pusieran algo de suero. El propio Manolo Martínez nos pagó esa cuenta de hospital.
Habría que confesar también otra hipocresía. Los sobrevivientes de nuestra bohemia éramos más o menos prósperos, lo que en sí denunciaba cierta buena conducta. Fuera de las mesas con las cubas (que se habían transformado desde hacía años en whiskies), todos nos preocupábamos como cualquier mustio licenciadito meado por los negocios y el trabajo en la oficina. Hasta éramos más o menos ejecutivos.
Cuando ocurría que nos topábamos con los compañeros de juventud que habían resultado perdedores, los que sí se daban al trago y a la aventura sin consideración, habíamos quedado más que desilusionados: aterrados. Aunque nos burláramos del pinche éxito, de vender la vida por las treinta monedas del éxito, nos repugnaba casi con una sensación física, como ante la vista o el olor de una inmundicia, la derrota del pobretón que ni siquiera tenía para pagar su cuba y que había terminado por dedicar todo su ingenio a cómo transarle los tragos a otro, y a cómo lamentarse de sus infortunios para conseguir un pequeño préstamo.
Sabíamos que nuestra bohemia (“bohemia senil”, dice brutalmente mi mujer) era puro teatro. La vivíamos un poco como teatro. Todos habíamos reflexionado más de una vez en que la traída y llevada “vida divertida y emocionante” no estaba en realidad en ninguna parte. Que nos la inventábamos, ya retóricamente, ya con alguna fatiga, frente a los whiskies, o en los toros, en los espectáculos de treinta bailarinas en plumas y bikini, en torno a Malú Reyes, Zulma Faiad o Thelma Tixou. Pero no pretendíamos, por mucho que quisiéramos nuestros hogares y a nuestras mujeres e hijos, y por mucho que nos interesara el trabajo en la oficina, que existiera “vida verdadera” en otra parte. Tampoco estaba en misa (aunque, claro, había que cumplir de vez en cuando, por eso de los hijos); ni en nuestros departamentos, coches, aparatos.
Algo presumíamos de que ninguna vida estaba realmente en ninguna parte. Que era tan irreal, pero inevitable, el éxito en los negocios, la vida marital, el cuidado de los hijos, como las hazañas del toreo, los enamoramientos de media noche frente a una vedette o con una prostituta al lado, los mutuos lucimientos verbales de las secretariazas y edecanazas que cada quien se llevaba a la cama, si hubiera que creerle, cada tercer día. Todo resultaba, a final de cuentas, tan ilusorio como un bolero. ¡Ah, pero los boleros!
Alex era diferente, o al menos eso creíamos. Parecía, él sí, ser un sobreviviente auténtico, un bohemio natural. Tal vez porque siempre se veía un poco inerme y tristón, y hablaba mucho más de sus calamidades y fracasos que de sus éxitos atronadores con una vedette de un antro de Insurgentes o con la secretaria de la oficina del séptimo piso. También porque siempre había sido bastante (quizás demasiado) atractivo, y le habíamos visto dejar caer, así, como quien deja caer un cigarro de la mano, cada mujerona de aquéllas, de las reales, no de las disfrazadas en una noche de juerga, sino bellezotas naturales, inteligentes, con dinero, hasta alguna actriz de la tele, por las que todos hubiéramos derrapado sin esperanza; ellas le rogaban, le lloraban, le insistían, y él las dejaba ir con indolencia, para luego llorarlas infinitamente con palabras y gestos que nos llegaban hasta el alma.
2
Les decía, queridos amigos, que todos debíamos ya saber a esta edad, y probablemente lo sospechamos desde muy jóvenes, que esto del trago, la bohemia, los toros, los antros, los amigos del alma copa en mano, era pura ilusión. Puro bolero. Años de José Alfredo Jiménez cuento yo. Sabíamos que la vida emocionante y divertida no estaba en ninguna parte, pero nos esforzábamos por vivir nuestros fines de semana como si en ellos sí estuviera. Así brillaban en nuestras manos los tragos. Así sonreían las chamacas en nuestros brazos. Con tal entusiasmo salíamos de los toros rumbo a los antros.
Y con cierta maña de expertos pretendíamos controlar la borrachera, los ligues, la gastritis, la cartera, hasta la información misma que soltábamos cuando, sobreactuando la ebriedad, fingíamos hablar con el alma en la mano, toda el alma, como dizque sólo los niños y los borrachos hablan. Pero no nos lo confesábamos.
Cada cual se sentía a su modo un comediante de su bohemia, y sospechaba (estaba seguro, más bien) de la comedia del amigo. De hecho ya nos aburríamos unos a otros hasta la muerte. Ya no nos creíamos ni el bendito. Hacíamos como si nos creyéramos, nos asombráramos, nos entusiasmáramos, o nos indignáramos en nuestras pláticas. “Viejo bribón, nomás te estás haciendo el interesante, ¿a quién crees que engañas?”, pensábamos.
Pero a Alex sí le creíamos. Y en cierto sentido, todo el honor y la gloria del equipo, je, estaban en su camiseta, porque a él sí le ocurrían los amores trágicos, los desastres absurdos que parecían como buscados y hasta fabricados por su sed de emociones y romanticismo.
Él sí abandonó a las guapas y ricas por alguna suripanta cascada que lo saqueó y hasta lo metió en líos con la policía. ¿Por qué? “No sé, por pendejo”, decía; pero nosotros pensábamos: No, por apasionado. La pasión no conoce de belleza ni de razonamientos, es ciega y tortuosa, es imperativa; acontece como un tropezón del destino, para quien no sufre la mediocridad de pasarse la vida huyendo de los tropezones del destino.
Él si puso en riesgo, y perdió, importantes posiciones en el trabajo con argumentos ridículos, por cierta incapacidad de simular. Él sí se negó a titularse, porque el titulito de abogado era una farsa insoportable, y ¿con qué cara un hombre de honor iba andar con el pegote de licenciado?
Él sí rompió muy joven con la familia, y con buena parte del apoyo y de la herencia de una familia muy rica e influyente, porque su papá se creía muy salsa y quería andarlo mangoneando y humillando todo el tiempo, ¿y cómo lo iba a aguantar?
Él sí se había creído genio más de una vez, y no sólo con cubas frente a los cuates, sino en la realidad, y se había endrogado para ganarles a los pinches capitalistas en la Bolsa de Valores, y claro, perdió todo (1987); o aquella vez que se creyó un genio de la computación, y contrató a precio de oro la representación de una empresa internacional de software que iba a dominar el mercado, y de la que nunca hemos vuelto a oír (1989).
Un personaje de película, si quieren que lo resuma de una buena vez. Pero todo un personaje. Era guapo desde chiquillo. Hasta se llegó a decir que era maricón, porque no tenía novia en la escuela (luego supimos que gastó toda su juventud —sabio siempre el Alex— con puras mujeres mayores, de preferencia casadas); o que era padrotón, cuando lo descubrimos de galán de señoronas interesantes, y narcisista. Pero era también una belleza viril, algo ruda y áspera, de pocas palabras, que fue mejorando con la edad, conforme se le arrugó un poco la cara y se puso entrecano. En el momento en que “juramentó” parecía un galán otoñal de película francesa.
No se resignaba el Alex, pensábamos. Le exigía al amor y a la vida toda la pasión y la aventura de las que hablábamos en nuestra bohemia juvenil. Se enfrentaba al destino sin reflexionar, sin trampas, sin cálculo; no se doblaba, como dicen que hacen los bambús, ante la dirección del viento; y no se apartaba, prudente, de los conflictos y calamidades. Le teníamos admiración, nosotros, los aburguesados que pretendíamos no serlo en la animación ya retórica de nuestras cada vez menos frecuentes reuniones de disipación y trago.
Entonces nos cayó el cubetazo de agua fría. Llega una tarde de sábado a El Peque y nos dice, así como si nada: “Voy a dejar el trago y la mala vida. Para siempre. Soy un juramentado”. ¡Un juramentado!
Nos causó tanto escándalo como si un famoso descreído, de esos ateos de hueso colorado, nos llega con el cuento de que la Virgen se le apareció y ahora se va a dedicar a beato. Los curas dicen que eso les pasa a todos los descreídos. Mi terrible mujer vocifera que los bohemios somos puro pan comido, que nos emborrachamos y nos las damos de aventureros por pura vergüenza de ser tan mensos. Les aconseja a las chicas que se casen con un parrandero, que se deja mangonear mejor. Que los hombres ordenados, en cambio, sí son el calvario de una mujer. Yo la dejo hablar cuanto quiera. Las mujeres todo lo gastan de más, empezando por la saliva.
La causa era esa chica de la que les cuento. Jovencita al grado de poder ser su hija. Dizque bellísima. Lista. Y con esa arrogancia, esa infernal soberbia de las niñas ricas y listas y preciosísimas que han sido criadas como reinas del universo, y en todo saben mandar y siempre se salen con la suya. Esas rigurosas damas sin piedad, inalcanzables.
¡Pero si alguien siempre había tenido mujeres hermosas, de todos los colores, edades y sabores, había sido él! Grandes diosas habían llorado por su abandono, como diría el poeta. ¡Y ahora esa chiquilla, por más fresca y altanera y bellísima que fuese, le decía de plano: sí, pero sin trago; sí, pero sin otras mujeres; sí, pero sin faltar ni llegar tarde a casa; sí, con gimnasio, y jogging, y comida sana; sí, pero sin amigotes, ni acto alguno de tu vida en el que yo no participe como tu centro y tu razón de vivir; sí, pero trabajando duro, porque las necesidades del hogar y de los hijos; sí, pero...!
Nos indignamos. Tratamos de disuadirlo. Eso constituía no sólo una capitulación completa (y ya les dije que Alex llevaba en su camiseta la honra y la gloria del equipo entero), sino un indigno contrato de esclavitud.
Se pasó con un pinche cafecito las dos o tres horas que estuvo con nosotros. Nos dejaba protestar, recriminarlo, incluso insultarlo, con una sonrisa entre indolente e irónica, como si no escuchara nada; o como si todo lo que escuchaba fuera caer el agua, las mismas aguas que había oído caer toda su vida y ya lo tenían aburrido.
Padecía la obsesión de la muchacha. Esa obsesión se le había vuelto delirio: sin ella su vida ya nunca tendría sentido; perderla sería su fin completo, el fin del mundo. Todo el lóbrego peso de la edad madura cayó sobre nuestras cabezas, que ya evidenciaban los primeros estragos de la calvicie, cuando lo vimos alejarse por la puerta de El Peque, digo “Le Rendez-vous. Bistro”.
Asistimos a su boda. Estuvimos de acuerdo en que la mujercita no era tan gran cosa: una chiquilla con demasiados huesos y todavía bastante parecida a nuestras propias hijas. La familia de la novia ni siquiera era distinguida, realmente distinguida, de esas que han vivido en la afluencia y el poder por varias generaciones y han adquirido cierta naturalidad aristocrática; para nada, nuevos ricos de lo más vulgares.
Cuando nos presentó como sus “amigos de toda la vida” sentimos que más que recomendarnos, se estaba despidiendo de nosotros con un gesto elegante. “¡Adiós muchachos, compañeros de la vida!” Sólo Alex se veía espléndido, más atractivo que nunca, con esa distinción otoñal que la generación de nuestros padres vio, por ejemplo, en los mejores momentos de un Arturo de Córdova.
No volvimos a verlo en muchos meses. En realidad, nos vimos poco nosotros mismos. La capitulación de Alex parecía la capitulación de todos. Sólo mi mujer se rió. Mi mujer es malévola. Tiene sus ideas. Dice que me prefiere borrachín, disipadón y taurófilo a tenerme de bulto en casa todo el tiempo, estorbándole su quehacer (¿cuál, digo yo, si le pago criada?) y fastidiándola con mis teorías.
Concedo que mi insigne cónyuge conserva algo de la sabiduría de las matronas de otros tiempos: no me toma mucho en serio, maneja la casa como quiere, y me ve a ratos como a un incorregible adolescente al que, no hay remedio, se sobrelleva con el mejor humor posible. Ella tiene mucho humor. Se ríe de mí todo el tiempo.
Debo confesar que, gracias a su risa, más que a mi talento, he podido andar mi doble camino de mediocre, pero no desastroso, padre de familia; y de nostálgico, pero no perdedor, bohemio a destiempo. Ella debería confesar que gracias a los toros, al trago y a ciertas escapadas non-sanctas a ciertos antros, sobrellevo pacientemente sus achaques. Y sus guisos, porque —dicho aquí en confianza— cada vez cocina peor. Siempre que me siento a la mesa exijo no sólo la sal y la pimienta, sino el bicarbonato.
3
Luego supimos lo previsible. Una vez conocidas las fiebres o las mieles del lecho (como diría Balzac, cuya Fisiología del matrimonio, ilustrada con espléndidas láminas pornográficas de la época, ha sido uno de los libros más importantes de mi vida, aunque más por su indecencia y su cinismo deliciosos que por mis poco rigurosas aficiones literarias); una vez conocidas las fiebres o mieles del lecho, digo, la muchacha se transformó. Se volvió ávida, disipada, temeraria. Eso dice Balzac, que no hay que darle mucha azúcar a la mujer en la luna de miel, porque se envicia, y ya siempre verá a los hombres con turbios ojos de opiómana.
Acaso no hubo mala fe: ella creía, antes de casarse, que quería corregir a Alex, pero dentro de ella, incluso sin sospecharlo, estaba enamorada del muchacho que Alex había sido y ya no era. No soportaba al viejo bohemio, al madurón libertino, porque los chamacos ven ridículos o vulgares los vicios que, según ellos, ignorantes y prejuiciosos, sólo en la juventud esplenden. Le fascinaba el viejo fuego vivo que adivinaba en el rescoldo transformado y juramentado de su galán otoñal.
Tuvo aventuras con muchachos despreocupados que se parecían a aquel joven Alex que reinaba entre mujeres casadas; conoció con ellos el alcohol y las drogas, hasta llegué a verla en los toros. Y Alex, cada vez más un Arturo de Córdova, pasaba madrugadas atroces, corroído por el despecho y por los celos, esperando en vano a la esposa joven que en esas mismas horas andaba corriendo a toda velocidad en motos y coches de los James Dean del barrio.
Alguna enfermiza necesidad de purgatorio lo llevaba a expiar así, vergonzosamente, su juventud disipada; comerciar con Dios, la Virgen y los ángeles las penalidades actuales para limpiar su nutrida página de pecados pasados. ¿O acaso ya era insensible al amor natural (como si existiese tal cosa: “el amor natural”), al romanticismo y al erotismo simples, y necesitara pincharse el ijar para volver a encabritarse y relinchar como en los viejos tiempos? ¿El cansado erotómano requería del afrodisiaco de emergencia de una corona de espinas, de algunos lanzazos en el costado y el corazón?
Sé que la edad madura tiene vicios que los chamacos desconocen. Que su erotismo y su romanticismo son más acezantes. Que es infinitamente más difícil desprenderse de una pasión para un tendero barrigón y canoso, aparentemente ya más allá de todo, que para un desesperado e inexperto galancillo de veinte años.
Imagino a Alex espiando olores en las medias y la lencería de su mujer, al regreso de sus aventuras; lo imagino planeando asesinarla, o suicidarse; creo que al final de esas diabólicas madrugadas sin ella, sudoroso y con la garganta seca, después de ríspidos y llorosos coloquios con las potencias celestiales, la terminaba adorando más, como Agustín Lara; y que en su posición de víctima crecían su propia necesidad de ella y sus placeres con ella.
Seguía siendo un poco ebrio, ebrio sin alcohol, lo que los Alcóholicos Anónimos pero no los juramentados conocen como la “ebriedad seca”. Se lleva ya el vino en la sangre, y sin copa alguna uno siente y se comporta como si hubiera vaciado dos botellas de coñac. Un ebrio de Dios. Hay torcidos placeres en la edad madura que los chamacos desconocen.
Pero la mujercilla, que nunca fue gran cosa, perdió para todos (menos para Alex) su altanería de virgen exigente y codiciable. Se acorrientó. Sus ojos ya no miraban con desprecio de todo, sino con codicia de demasiadas cosas. Ya no la virgen inmutable sino la casada ansiosa de emociones. Se pintaba y se vestía con demasiada urgencia de agradar. Celebraba con aspavientos cualquier tontería. Su Arturo de Córdova (a quien el sufrimiento ennoblecía, ahora con destellos místicos) la observaba con gestos secos de quien ha aprendido a soportar (se diría que a disfrutar) los grandes tormentos sin emitir una queja.
Hay secretos de cama que nadie conoce. Por alguna razón siguen viviendo juntos, digo yo. Podría ya haber ocurrido una tragedia. Pudieron haberse separado. ¿Por qué no regresar al vicio?, le hubiera dicho yo a Alex. ¡Más vale vicioso contento que mustio amargado, y cornudo! Pero no solicitó mis consejos. Y a la esposita pudo haberle convenido, para mayor libertad de sus aventuras, poner casa de mujer soltera. Algo elaborado y tortuoso ha de funcionar entre ellos cuando insisten, con los roles volteados, en esa mescolanza de matrimonio y aventura, de la virtud y el vicio.
Mi extrema curiosidad no llega al grado de hacerme presente en su casa, para espiarlos. Los espío de otro modo. Una mañana de cruda atroz, domingo, me presenté en el templo de San José de los Naturales, en el centro. Estaba llena de ex-borrachos y de borrachos vergonzantes o arrepentidos que buscaban en la Virgen la solución de sus vidas. Lloraban como poseídos. Prometían mil sacrificios, como condenados a muerte. Sentí su ansiedad, a su modo bohemia, de llevar una vida moralmente “emocionante”, de darse a sí mismos la dignidad de cierto heroísmo, de luchadores de una utopía. Las borracheras secas, las borracheras de Dios.
Escuché cómo el cura exaltaba las aventuras del infierno y del paraíso, los combates contra la tentación, los poderosos enemigos del hombre que conducen a través de mil mañas a la débil oveja hacia la perdición de las cubas. Salían transfigurados, con apetito de virtud, como si fueran a jugar póker o a ponerse una borrachera hasta el amanecer con las vedettes de senos más grandes de toda la capital. Los vi firmar sus compromisos de no tomar un trago más, reformar sus vidas por completo, vivir la emocionante aventura de sentirse un poco ángeles. Y recibir sus estampitas enmicadas, con su compromiso en el reverso, para colgárselas a manera de escapularios.
No sé qué pasión mayor o más absurda descubrió Alex en esta vía del sacrificio y la negación. Quizás los nervios de un blasé ya no se conmuevan sino con placeres metafísicos, con los enredos morbosos de sentir ángeles o demonios inmiscuidos en cada instante de nuestras mediocres vidas meramente humanas. Algunos placeres secretos han de desgarrar pasionalmente las fibras del sufridor. En su escena más famosa, Arturo de Córdova reza en un reclinatorio entre los pasos resonantes de unas hermosas piernas de mujer. San Alex y su diablesa.
¿O se trata simplemente de la capitulación de la edad? ¿De la conocida vulgaridad de que en la edad madura resulta más difícil, incluso insoportable, aceptar que la vida no tiene ningún sentido, y uno se lo busca en los laberintos menos razonables, y por ello los que menos lo pueden desencantar? ¿Esos sufrimientos hacen sentir algo al cincuentón de nervios estragados, incluso algo... erótico?
Mis amigos dicen, en las raras ocasiones en que nos vemos últimamente, que en realidad Alex era un fraude. Que siempre lo fue. Que tomamos, ingenuos, como vocación de vida intensa y aventurera una mera debilidad de carácter. Que Alex era una veleta movida a cada rato por un carácter más fuerte. Ahora dio el chochazo y se encontró la horma de su zapato.
Mi mujer se ríe y opina malévolamente que, a pesar de los cuernos, Alex debe estar recibiendo de su mujer algo más de lo que acostumbraba. Tal vez su vida anterior de borrachín no le daba tanto: pura alharaca y a la hora de la hora, nada.
“¡Verdaderamente esa mujer debe tener su gracia!”, dice mi esposa con un tono más libertino que el de todas las suripantas que he conocido en mi vida. Y Dios sabe que suman legión.
No le hice pues caso y, como estábamos en los toros, me concentré en la faena. Toreaba Ponce. Ella va a los toros, como de repente me acompaña a algún cabaret, para constatar que esos terribles placeres masculinos son puras bobadas de hombres que se niegan a crecer: que se envician con un triciclo, con unos trenecitos.
Resentí la facilidad con que una matrona (porque es voluminosa mi señora: no se podrá decir que la he matado de hambre), que se sentía en el paraíso entre sus pudines y sus plantitas, despreciaba nuestras irrefrenables nostalgias de garañones juveniles; y con una lascivia sobreactuada me le quedé mirando descaradamente a una amazona suculentísima que vociferaba a unos metros, en el tendido de sol. Mi mujer se rió más:
—¡Anda, pero háblale, no te le quedes nomás mirando! ¡Eso quisiera ver! ¡Que de veras esa chamaca pelara a un borrachín cascado como tú! ¡A lo mejor te hace recordar lo mucho que has olvidado! ¡Desde hace años! ¿Quieres que te ayude, que la llame? ¡Señoritaaa!
—Bah, no seas celosa, mujer.
Las rosas eran de otro modo

A José Dimayuga
Malú se me murió a la mitad de la sopa, como si les dijera: se me atragantó. Estaba yo sentada hacia las dos de la tarde, como de costumbre, en mi mesa favorita del restorán del Hotel Bristol, frente al gran espejo que abarca todo el salón.
Me vi como en primer plano, ancianísima, ridículamente emperifollada con mis canas artificiales (prefiero una pulcra cabellera plateada a mis cenicientas matas naturales), atragantada, a punto de vomitar la sopa sobre el periódico recién abierto, en la esquela que anunciaba la muerte de Malú Parra, mi amiga de toda la vida.
Desde hace unos treinta años como casi siempre en el restorán del Hotel Bristol, aquí a tres cuadras, en Río Pánuco. Ha cambiado poco y ahí no se sienten tanto como en otras partes las cifras del calendario.
Vive un tiempo artificial, como yo misma, una mezcla de épocas en la que prevalecen los años cincuenta: los muebles, la decoración, la cristalería. A cada momento parece que van a entrar, del brazo, Marga López y Arturo de Córdova. Un pianista cubano mulatón, Reynaldo, que lleva medio siglo esforzándose en vano por parecerse a Bola de Nieve, toca algo de jazz digestivo y los éxitos de Dean Martin, Sinatra y Arcaraz; a veces me da la bienvenida con mi canción favorita: “Rosas rojas para una dama triste”.
Me dirige guiños donjuanescos y sonrisas llenas de dientes postizos cuando ataca “Muñequita de Esquire”. Todavía sirven old-fashioneds, tom collins, martinis y daikirís. No han desechado sus viejas licoreras, ni sus sifones, ni sus yedras de plástico, ni sus carteles de fuentes y monumentos romanos con exuberantes rubias estilizadas (todas, al parecer, inspiradas en Kim Novak).
Ahí me conocen, me consideran, me apartan la mesa. Sigo siendo para el dueño y para algunos de los meseros y de los clientes habituales (entre ellos no pocos gringos jubilados), todavía, Emma Velasco, “la periodista de la vida diaria”, con algunos ribetes de escándalo; recuerdan mi columna “Día a día” y que Dolores del Río me puso pleito por difamación, cuando le exhibí su chisme con Marlene Dietrich (la propia Marlene me lo contó, ebria, en francés, cuando la entrevisté en su suite del Hotel Reforma).
Es como detener la prisa de los años, y no me desagrada del todo su rutinario “menú continental”, que constituye mi único alimento en forma. Desayuno y ceno en casa cualquier sándwich, cualquier galleta, y así me libro de la cocina, que siempre detesté.
Desde que se casó mi único hijo y decidí vivir sola, cancelé la estufa y el refrigerador, que tengo convertidos en archiveros de mis antiguas glorias periodísticas: recortes de periódico, revistas, cartas, fotos, diplomas y hasta alguna medalla de latón con que me condecoró a toda orquesta, en Palacio Nacional, un Presidente de la República.
Salvo algún achaque de salud, que me sobreviene cada dos años, y que a la fecha no me ha provocado sino sustos e incomodidades pasajeras, me imagino que llevo eternidades envejeciendo indefinidamente, sin hacer nada. Claro que estar de ociosa todo el tiempo llega a resultar muy laborioso. Ya dice el refrán que nada cansa tanto como no tener nada que hacer. Surgen, como plaga, infinidad de detalles y minucias que cobran una relevancia inesperada. Pienso demasiado, me doy cuenta de demasiadas cosas.
Sin quererlo, me he ido enterando gota a gota, por ejemplo, de la vida, carácter y milagros de todos mis vecinos, cuyos ruidos odio a veces con una pasión furiosa, que me dura varios días. Me descubro haciendo teorías y juicios increíblemente documentados y severos sobre cada uno de ellos, a pesar de que los evito por sistema y rara vez les dirijo la palabra.
Soy la primera en descubrir manchas de humedad en el edificio, goteras, fallas en las instalaciones de plomería, electricidad y gas.
Sé demasiadas cosas de los artistas jóvenes y de la gente nueva que aparece en la televisión, como si los frecuentara. Me descubro en plena madrugada, pálida de angustia, tratando de resolver por mí misma todos los problemas nacionales: la policía, la contaminación, el desempleo, el desorden social; redactando en el aire infinidad de iracundos artículos periodísticos para mi columna “Día a día”.
Les concedo desproporcionada importancia a las películas, a todas, acaso sobre todo a las peores, y las desmenuzo y mejoro en mi imaginación. Leo poco: los libros son más intensos todavía, y me afectan los nervios; además, ¿para qué leer si no vas a platicar con nadie de tus lecturas? Es como sobrecargarte de electricidad, y quedarte temblando, en alto voltaje. Leer bien significa leer poco y recordar mucho lo leído, y no andar de tragona de libros.
Con Malú platicaba de todo. Nos peleábamos como colegialas por diversas opiniones sobre el cine, los libros, la televisión; y también como colegialas, después de habernos dirigido miradas e ironías atroces, nos reconciliábamos sin decir palabra. Nos veíamos para comer, ir al cine o de compras, visitar galerías, asistir a espectáculos, cada quince días o cada mes. Estoy en la “decena trágica” que decía Pellicer: la de los setenta años.
No me aburro. Hace siglos que dejé de aburrirme. Pero me faltan cosas que hacer. Por ejemplo: cuando era joven andaba siempre sobre la marcha, con algún amor, o criando a mi hijo, o tratando gente, o realizando mis reportajes y entrevistas de la mañana a la noche.
Entonces, si aparecían goteras o humedad en mi departamento, casi ni me fijaba, y si se tenía que caer el techo, ¡que se cayera! No le daba importancia a eso: había cosas urgentes que me llamaban, “día a día”. Cuando buenamente se me ocurría le dejaba las llaves y algún dinero al conserje, y que él se arreglara. O me esperaba a que se me presentara un rato libre. Ahora cualquier detalle me provoca aprensión y angustia.
Veo peligros en cualquier parte, ya sea porque me los invente yo misma, o porque sólo hasta ahora me haya vuelto verdaderamente consciente, responsable. La azotea de mi edificio, para mencionar un caso, siempre ha estado atiborrada de tanques defectuosos de gas. El olor de las fugas de gas ha caracterizado invariablemente el cubo de la escalera, sobre todo en los pisos altos; no me importaba. Sólo ahora me descubro palpitante, resollante, con miedo de que en unos minutos más estalle de pronto todo el edificio. Lo que mirado racionalmente es más que probable, pero lo mismo pudo haber ocurrido cualquier día de los últimos treinta o cuarenta años. Sólo ahora, cuando regreso a casa, a veces me sorprendo de encontrar el edificio en pie, y me digo con un poco de sorna: “¡Bueno, ahí está, no ha estallado todavía!”
Claro que me tienen odiada los vecinos. No puedo evitar advertirles de todos esos peligros, llamar alguna noche a los bomberos, escribir cartas enérgicas a unas autoridades, con múltiples copias a otras autoridades; ponerles cara de palo durante semanas al vecino del 303, que hace resonar durante horas el mismo disco de rock, a veces en la madrugada; o a la del 401, que encierra a sus perros en el baño y se larga todo el fin de semana: los perros no dejan de aullar ni de ladrar un segundo, y nadie duerme en todo el edificio hasta que la santa señora regresa a liberarlos.
Sé que soy una viejita maniática, y que siempre recibiré la respuesta que hace unos quince años me plantó la entonces vecina del 207, ahora ya bien podrida en su tumba: “¡Pues si no le gusta el edificio, venda su departamento y múdese a Las Lomas!”
Le respondí: “¿Y qué tal si me voy a un edificio en Las Lomas, y ahí me encuentro a otra vecina como usted?”
Porque en México no hay problemas concretos, sino un problema general: los mexicanos. Adondequiera que te mudes te encuentras a los mismos vecinos irresponsables, majaderos, del 207, del 303, del 401. Pero no quería decir esto: ya estoy escribiendo como en mis buenos años, cuando a mis espaldas me decían “perra” o “bruja” por ese estilo “ingeniosillo” de mis artículos. (“Chismorreos de niña rica armada de máquina de escribir”, me acusó un poeta comunista.) Y no estoy escribiendo un artículo. No quiero escribir un artículo, sino otra cosa. Platicarles de Malú Parra, de mis otras amigas, ya muertas o seniles, de cómo paso mis días eternos. Con discreción, sin intimidades, sólo conversar.
Así platicaba cada dos o tres semanas con Malú, y de esa manera me sigo colgando horas al teléfono con tres o cuatro conocidos. Ya sólo tengo tres o cuatro. Mi libreta de teléfonos está llena de plomeros, bomberos, electricistas, Cruz Roja, radiotaxis, médicos, el banco, la televisión por cable, los departamentos de quejas de unas veinte dependencias oficiales. Pero amigos, nomás tres o cuatro, y poco cercanos: amigos de telefonazos.
*
Mi hijo me reprocha —lleva unos veinticinco años con lo mismo— que haya dejado de trabajar en los periódicos. Fue poco después de las olimpiadas. Empecé a ver que me relegaban en Últimas Noticias. Recortaban mis artículos y reportajes, que por “razones de espacio”; los mandaban a un rincón de las páginas posteriores; los postergaban, o de plano se olvidaban de ellos.
Por primera vez en mis quince años de periodista tenía que estarme quejando todo el tiempo con el nuevo director, a quien le dio por no tomarme la llamada y esconderse tras su secretaria o un imberbe ayudante de edición que se permitía tratarme con insolencia: “Señora Velasco, lo sentimos mucho, pero tenemos tanta información prioritaria últimamente; se lo publicamos el jueves o el viernes, sin falta”.
Alguna vez no apareció mi columna ni jueves ni viernes (ni sábado ni domingo), y el lunes siguiente fui a renunciar con una carta más que claridosa, con copias para todo mundo, periodistas y políticos, hasta para el Presidente de la República.
Supuse que me habían puesto en la lista negra. Eran los años de la agitación estudiantil y proliferaban las listas negras. Nadie podía acusarme de agitadora ni de comunista, desde luego, pero en tiempos graves cualquier bobera da motivos de sospecha. Mi manera de escribir ya resultaba, lo sabía, un poco anticuada: demasiados chistes, demasiadas frases ingeniosas, insultos elegantes (nuestra ventaja como damas), detalles frívolos o impertinentes; y sobre todo, llamaba a las cosas por su nombre, sabía escandalizarme y protestar; cito textualmente: “¡Pero esto es una indignidad! ¡es un escándalo! ¿Por qué el regente Uruchurtu no abandona un ratito su cómodo sillón frente al zócalo, y se va a dar una vuelta por las ciudades perdidas de la salida a Puebla?”. Así, con todas sus letras. Ese era por lo demás el dorado estilo de los años treinta y cuarenta: de Barba Jacob, de Novo, de Rosario Sansores, de Elvira Vargas, de Magdalena Mondragón.
Tuve mucho éxito en los cincuentas. La periodista como la voz del ciudadano común, un poco más ilustrada si se quiere, pero simplemente una voz civil. En mi columna “Día a día”, por ejemplo, descubría algún asunto conocido en términos generales, pero del que nunca se hablaba como experiencia vivida; me iba yo a vivirlo, y lo narraba. Me disfracé una semana de trabajadora social para contar desde adentro la vida de un manicomio, “día a día”. Y de las ciudades perdidas en el infinito lodazal de lo que sería Ciudad Nezahualcóyotl. Alguna vez soborné secretarias y sirvientas para enterarme, “día a día”, de la vida de los famosos. López Mateos, que era gentilísimo, me contó, en exclusiva para mi columna, cómo se desarrollaba la vida diaria de un presidente.
Así con las prostitutas, las monjas que habían colgado los hábitos, los asesinos célebres, los niños que vendían chicles en los camellones, algún gigoló del hipódromo, mi amiga María Félix, los mariachis de Garibaldi. Yo no discriminaba entre pobres y ricos, débiles y poderosos. Donde había vidas intensas, difíciles o interesantes, ahí estaba yo con mi libreta de taquigrafía (no se usaban aún las grabadoras, de modo que era más difícil ser reportera.)
Cosas ciertas, vividas en carne abierta, y reporteadas con sazón y emotividad. Todo esto antes de que Elenita Poniatowska (magnífica Elenita, por lo demás, si bien algo intelectualona) me hiciera la competencia desde Novedades, aunque (siempre lo he reconocido) siguiendo las enseñanzas de las “Rutas de emoción” de Rosario Sansores.
Alguna vez estábamos Rosario y yo muy elegantes en un coctel, con nuestros sombreritos y nuestras pieles, y se acercó el pingo de Pepe Alvarado, ya más que achispado por varios “pálidos whiskies” (no los tomaba muy pálidos, por lo demás), y nos rindió una gran caravana:
—¡Ustedes sí saben de periodismo! ¡Las teorías pasan: los chismes quedan!
Le zampé ahí mismo una bofetada. Yo era joven todavía y no se me ocurrió que tales ironías pudieran ser una especie amistosa de homenaje. Los borrachines conocen formas curiosas de la amistad. Ahora me enorgullece que Pepe Alvarado —como me lo comentó después de enviarme a casa unas flores, cuando nos reconciliamos— no se perdiera uno solo de mis artículos.
Y considerado con atención, él también se ocupaba a ratos en sus crónicas más sencillas, de la misma vida cotidiana que nosotras. Sabía mucho de política y de filosofía (Pepe Alvarado era una eminencia), pero también platicaba sabroso de cosas cotidianas de la ciudad, de los barrios, de las vecindades. ¿Y qué me dicen de Renato Leduc?
Luego me encontré con que los mismos asuntos de mis “chismes”, de mi “Día a día”, se volvían tema de estudios universitarios, pero disfrazados de teoría sociológica: la “antropología” o “cultura de la pobreza” de Oscar Lewis. En las mujeres era denostado como chisme o cursilería lo que se celebraba en los hombres como “literatura popular” o “antropología urbana”. ¿Quién se acuerda ahora, por ejemplo, de Magdalena Mondragón? ¡Era una bomba!
Entonces llegaron los modernos, los pedantes, los profesores. Publicaban artículos como clases de universidad. Muchos conceptos intelectuales y técnicos, muchos datos, estadísticas; puras tasas de interés y Producto Interno Bruto. Para decir mu, como vacas. ¿Pero de veras leía alguien esas cosas? Hay intelectuales que se enorgullecen no sólo de que nadie los lea, sino de que nadie los pueda comprender: son ininteligibles.
Quedé pues como una ligera, como una platicadora caduca, entre tantos profesores. Pero me seguían teniendo consideraciones en el periódico y en los medios políticos, y me llegaban todavía muchas cartas de los lectores.
¿Por qué de pronto casi me obligaban a irme, o me degradaban a la trastienda de las notas de relleno? Alguna inconveniencia debí haber cometido, por distracción, pensé. Releí mis artículos de dos años ¡y encontré tantas denuncias, tantas impertinencias, tantos chistes —que en otra época parecían inofensivos—, que ya no atiné a descubrir en la repentina muchedumbre de mis posibles enemigos, al que de veras pudiera estarme estorbando!
—Pues vete a otro periódico, a una revista femenina —me recomendó Tere Burgos.
—¡Pero, Tere, si llevo quince años cultivando a mi público ahí! ¡Llegar a hacer méritos a otra parte! ¡Volver a picar piedra otra vez!
—Te seguirán adonde escribas.
—Soy conocida y estimada, en efecto, Tere, pero no la Simone de Beauvoir ésa que te encuentras en cuanto papel se imprime en México. Ni la Mary McCarthy ésa que me cae como migraña.
—Pues entonces vete a pelear a Gobernación y que te reinstalen con todos los honores.
Un subsecretario de Gobernación era mi amigo. Me tomó la llamada de inmediato y me citó para el día siguiente. Le pedí formalmente, de plano, que indagara por ahí en los expedientes secretos del gobierno qué decían de mí, qué pecado había cometido. Me miró sonriente, caballeroso:
—Emma, me conozco su ficha de memoria.
—¿Sí? ¿Y qué dice?
—“Emma Velasco: murmuradora peligrosa”.
Soltamos ambos la carcajada. Se ofreció a conseguirme tribuna en El Nacional o El Día, los periódicos del gobierno. Nadie los leía. Sólo escribían ahí los muertos de hambre. Dignamente decidí tomarme unas merecidas vacaciones del periodismo. No necesitaba los miserables honorarios que me pagaban. Trabajaba por gusto, para mis lectores. “Ya me buscarán”, me dije. No me buscaron.
Dejé correr la voz de que el nuevo periodismo comunistoide y economicista, sin sabor, sin gusto, sin vida cotidiana, ya no me interesaba. Me llamaron de muchas publicaciones menores, para pedirme cosillas con tema dado: “¿No podría escribirnos algo sobre el aborto o sobre el Año Internacional de la Mujer?” Me negaba. Mis quince años de rompe y rasga en Últimas Noticias, donde alegremente decía cuanto se me venía en gana sobre lo que fuera, habían terminado. Nadie me perseguía, sino el tiempo: simplemente había pasado de moda.
Me retiré como una gran actriz, cuando ya no le ofrecen estelares; mejor el silencio que andar causando lástima con bits, papeles secundarios o de carácter. Recopilé mis mejores artículos en dos antologías, para las que fácilmente encontré editor (sí, del gobierno, ¿qué otros editores hay en México?), y se vendieron bien: Novedades y costumbres (dos ediciones), Una reportera día a día (cuatro ediciones).
Mi hijo ya se había casado. Le compré una casita que él mismo escogió allá por el fin del mundo, cerca de la salida a Cuernavaca. (¿Vivir en la Ciudad de México para no vivir en la Ciudad de México? Nunca lo he entendido.) Cancelé mi estufa y mi refrigerador, y me aboné en el restorán del Hotel Bristol.
*
Déjenme contarles cómo fue que resulté periodista, un oficio que nadie me sospechaba, y menos yo misma. Ocurrió a mediados de los años cincuenta. Me harté de que mi santo marido me pusiera los cuernos con cuanta chaparra, flaca o magullada se encontrara cuando andaba borracho; nos separamos y me instalé con mi hijo en este departamento.
El edificio estaba nuevo y reluciente. Parecía destinado a gente distinguida, y no a convertirse en una vecindad vertical entre ventanales. Mi marido se vio generoso, y mis padres más todavía. Yo era enérgica, joven, hiperactiva. Me volví empresaria. En menos de un año me quemé una cuarta parte de mi fortuna en negocios fracasados.
Entonces me dijo Mari Lacunza, mi compañera del Colegio del Sagrado Corazón:
—¡Por favor, Emma, recupera el dinero que puedas: vende, traspasa, remátalo todo, e inviértelo en valores seguros! ¡Sobre todo no hagas nada, porque en dos o tres años, como vas, te quedas en la miseria!
—Acepto que soy una empresaria bastante manirrota, ¡pero cómo me voy a estar sin hacer nada todo el santo día, nomás yendo a cobrar cada trimestre mis intereses al banco! ¿No has oído que nada cansa tanto como no tener nada que hacer?
—Haz algo donde no hagas nada, donde no puedas perder el poco dinero que te queda.
—Ah no, empleaducha de checar tarjeta, no. No dejé a mi marido, quien nomás me daba lata de vez en cuando, para someterme a un puesto en la Secretaría de Industria y Comercio donde me den lata ocho horas diarias.
—Pues cásate de nuevo. No te faltan novios.
—Que se queden como novios. Segundas nupcias: palizas dobles.
—¿Hacer algo donde no se haga nada? —meditó Malú—, pues sólo la burocracia... o el periodismo.
—¡Eso! ¡Periodista! —gritó Mari—, eres replaticadora.
—Sabes escribir a máquina, y algo recordarás de taquigrafía —añadió Malú, con mayor sentido práctico.
Me compré un escritorio magnífico en una tienda de antigüedades. Anuncié que por fin iba a usar lentes, decididamente, y no de manera clandestina, como lo venía haciendo.
En una sola semana escribí tres artículos chistosos, “crónicas de color”, les decían, a la manera de los que recordaba de Barba Jacob, Novo, Mondragón y Sansores; cosas sobre la mujer y la familia, las inconveniencias y virtudes de la vida moderna, la hipocresía de la clase media mexicana, etcétera.
Un amigo mutuo me consiguió una cita con el maestro Novo, en su restorán de La Capilla, quien me mimó y aplaudió los tres artículos.
—Pero maestro, si yo jamás pensé en ser escritora. De no haber sido por las calaveradas de Joel...
—Ese Joel te salió imposible, ¿verdad? —rió el maestro.
—Grotesco, ridículo —exclamé como toda una intelectual.
—Los mayores talentos siempre están escondidos —declaró el maestro sabio—, y mucha gente ni siquiera los descubre en vida. Allá andan penando en el purgatorio: “¡Ah, pude ser esto; ah, pude ser lo otro!” Tienes suerte, muchacha —¡Muchacha! ¡A los treinta años y con un hijo!—; descubres tu talento ahora que de veras lo necesitas, y que gozas de la libertad para desarrollarlo. ¡Adelante! ¡Pero sé siempre tú misma, como lo eres ahora! ¡No te me vuelvas una marisabidilla, una existencialista, una latinparla, una profesora tediosa! Agarra y platica.
Malú sí era marisabidilla, existencialista y medio universitaria. Se lo aguantábamos desde chamacas, porque era descendiente de un tal Parra, filósofo del Porfiriato, a quien ni ella misma pudo leer jamás. Familia es destino. Le dio por las amistades intelectuales, se casó con un político comunistón (quien durante toda su vida hablaba todos los días del humanismo de Romain Rolland mientras, sin continencia alguna, firmaba edictos que desplumaban a los obreros), y enviudó felizmente para dedicarse de tiempo completo a patrocinar, con la malhabida fortuna política del marido, a poetas surrealistas y pintores abstractos. Todos malísimos.
Pero esa ya es otra historia. Lo oportuno, lo espléndido, lo increíblemente rápido, fue que me recomendó con su amigo el director de Últimas Noticias. Se trataba de un señor opaco y circunspecto que no se entusiasmó tanto con mis artículos como el maestro Novo —ni siquiera le mencioné que lo había ido a ver: Novo era el enemigo número uno de Excélsior, por su maliciosa travesura de la obra de teatro A ocho columnas, entre otras razones—, pero me los publicó de inmediato, muy destacados. Causaron furor. Sonaba mi teléfono todo el día. De la noche a la mañana me había convertido en una celebridad, en una escritora.
Sólo Malú me llevaba siempre la contraria, por la mala influencia de sus amigos intelectuales y artistas de pacotilla.
—¡Ponte a leer libros serios, Emma, por Dios! ¿Qué vas a hacer cuando acabes de contar todo lo que te decía tu abuelita, tus tías, tus compañeras del Colegio del Sagrado Corazón, tus comadres aristocráticas? Te vas a quedar sin temas. ¡Léete a Simone de Beauvoir!
Yo me lanzaba a conciencia sobre las obras que Malú me recomendaba sin haberlas leído. Simplemente me repetía como perico lo que decían sus amigos intelectuales. “Ahora hay que leer a Virginia Woolf, a Proust; ahora hay que admirar a Klee, a Brancusi” Y yo como tonta, por acomplejada, corría a ponerme al día. Quince días más tarde Malú ya no se acordaba que existieran Klee ni la Woolf; ahora me despreciaba porque no conocía yo, la pobre periodista, a Pollock ni a Truman Capote. Un cuento de nunca acabar.
Así era Malú Parra. Ahora me la ensalzan por las nubes y le confieren doctorados Honoris Causa póstumos. Hay una exposición en Bellas Artes del medio centenar de retratos que le hicieron los pintores mexicanos. ¿”Una de las mujeres más hermosas, más interesantes de las últimas décadas”, como dicen? Bueno: también la que sufrió más la chifladura de repartir dinero entre pintores principiantes, quienes en media hora embadurnaban cualquier garabato y se lo entregaban como gesto de agradecimiento:
—¿Pero eso es tu retrato, Malú?
Una especie de vísceras entre manchones de acrílico.
—Mi retrato interior, y el autorretrato del artista. No seas tan realista, Emma.
*
Total, para Malú el periodismo, y sobre todo el que yo hacía, era la cosa más vulgar del mundo. Todo el tiempo andaba regañándome: “¡Y ahora te fuiste a meter entre los greñudos de La Candelaria, para descubrir que se mueren de hambre! ¡Bravo por semejante descubrimiento! ¡Ay, Emma, lo que es no tener nada qué decir! Debías tomar unas clasesitas de Historia del Arte con el maestro Justino Fernández, o lo que sea”. Así siempre, y de viejitas peor. Cuando yo recordaba algo, cualquier minucia, resultaba que no, que para nada, que todo había ocurrido de otra manera. Nos hacíamos unas escenas, unos berrinches horribles. Murió felizmente, entre sueños.
—Cómo la envidio —me dijo Tere Burgos por teléfono—, nomás se acostó a dormir ¡y pase automático! En cambio la pobre de Chela Vallarta, ¿te acuerdas de Chela Vallarta?
—Desde luego, Tere.
—Pues se pasó toda la vida quebrándose el lomo y la cabeza para dejarles un patrimonio a sus hijos, y luego le vino esa enfermedad tan larga y tan latosa; que los médicos, los análisis, las medicinas, las enfermeras en su casa, las operaciones; cuando finalmente se le ocurrió morirse, había dejado sin un quinto a los pobres hijos, y endrogados de por vida. Mejor que jamás se hubiera preocupado por dejarles nada, y morirse más rápido, ¿no crees? Al menos no les habría heredado tales deudas.
Todas mis amigas son partidarias fervientes de la eutanasia.
—¿Supiste lo que le pasó a la pobre de Ofelia Múzquiz? —me cuenta Mari Lacunza, también por teléfono—, ¡increíble! Ves que ya andaba chiflada desde hacía tiempo, y le dio por sentirse solitaria y sentimental. Bueno: pues amadrinó a uno de los hijos de su sirvienta; lindísimo de chiquito, pero creció, claro. Para entonces Ofelia ya estaba completamente senil. Pues entre toda la familia del ahijado la secuestraron en un cuarto de la azotea; ahí le daban sus pastillas o sus inyecciones para tenerla dormida todo el tiempo, ¡y convirtieron la respetable casona de los Múzquiz en Tacubaya, ¿te acuerdas?, en un burdelazo de escándalo! Cayó la policía y ¿quién resultó la lenona? Pues Ofelia Múzquiz. Todo estaba a su nombre. Era legalmente la lenona, sin paliativo alguno. Ahí la tienes declarando ante el Ministerio Público: loca, desnutrida, desgreñada, gritando barbaridades, medio meada en su silla de ruedas... Como ya no le quedaba familia fue toda una odisea sacarla de la cárcel. La Chata Ábrego le hizo la caridad y le contrató unos abogados, pagó unas mordidas. Ahí se está pudriendo ahora en un manicomio de beneficencia. ¡Ay no, quién pudiera morirse como Malú! Dichosa Malú allá en el cielo.
Hace no muchos años estábamos todas en un banquete. La boda de algún nieto de alguien.
—Pues me voy a comer este molito para no hacer el desaire, pero de seguro me da chorrillo —dijo Mari Lacunza, poniéndose sus pesados lentes para examinar, como a través de un microscopio, los gérmenes de su plato.
—Antes, aunque fuera en un rancho, unos frijoles y ya, eran sanos, limpios; ahora todo te hace daño —añadió Tere Burgos, con un abundantísima peluca pelirroja casi indecente.
—Ya nada es como era antes —acepté, resignándome a mi papel en el coro de las Parcas.
—Desde luego —bromeó Malú—, ¡hasta las rosas eran de otro modo!
Pero la broma parecía en serio. Nos quedamos mirando como obsesas el adornito de la mesa, unas rosas flotando en un tazón de agua teñida de un azul espeso. Las tocamos. Sí, eran naturales, pero como producto de algún laboratorio. O una variedad rara. No, ninguna se acordaba de semejantes rosas en nuestros buenos años.
—Ya estamos todas más que listas para el asilo —siguió bromeando Malú, majadera y macabra.
*
Como comprenderán no pude terminarme mi sopa la tarde en que me atraganté con la noticia de su muerte. Me dio un acceso de tos. Se me bajó la presión. Y ahí estuvo lo curioso.
Reynaldo, el pianista cubano, toda su cara llena de dientes postizos, me ofreció un coñac. Me sentó bien. Hice a un lado las recomendaciones del médico y pedí cigarrillos y más coñacs. Nunca he sido bebedora, y me emborraché enseguida.
No recuerdo la reacción de los demás clientes frente a la viejilla ebria que cantaba desde su mesa los apolillados boleros que tocaba el decrépito pianista donjuanesco. No recuerdo sino la cara de Reynaldo, toda guiños y sonrisas, con sus dientes postizos por todas partes.
Debí haber dado todo un espectáculo por la calle, cuando Reynaldo y un mesero me trajeron cargando a casa. Seguramente soy, hasta la fecha, la comidilla de los vecinos. ¿Cómo le hacen los hombres para hallarle gusto a la borrachera, para soportar las crudas? Misterio. Los envidio: gracias al trago, dicen, se mueren antes.
Amanecí en el sillón de mi departamento con unas palpitaciones y unas náuseas terribles. “Ahora sí me voy a morir”, pensé. “¡Es tu culpa, Malú!”, le grité entre hipos.
Ahí a tropezones, como Dios me dio a entender, llegué a la cama, me puse solemnemente el camisón, me cepillé un poquito el pelo y me metí entre las sábanas a morirme de inmediato. Me apenó el espectáculo que se encontraría mi hijo días más tarde, pero por nada del mundo quise avisarle por teléfono, ni que me llevaran a un hospital. Todo me pareció tan fácil: cerrar los ojos y listo.
Pero no me morí durante toda la mañana infinita. Escuché, entre sudoraciones y pálpitos insoportables, todos los gritos de todos los niños del edificio; todas las alarmas descompuestas de todos los coches de la calle; todos los discos de moda de todos los hijos de los vecinos; los cláxones, los pelotazos, los timbrazos de teléfono, el estrépito de todas las aspiradoras del mundo, los taconazos de todas las señoritingas en los pasillos y la escalera.
A mediodía sonó mi teléfono: era el decrépito Reynaldo, socarrón:
—¿Cómo amaneció, Emmita? ¿No le caería bien un consomé calientito? Se lo llevo enseguida.
—¡Nada de Emmita, bribón! ¡Señora Velasco!
—¿Entonces qué, se lo llevo?
—Sea por Dios.
Llegó con un monumental traje lustroso del año de Maricastaña. Seguro se había pasado horas desmanchándolo con gasolina blanca. Sus enormes dientes postizos se veían más relucientes, como si les hubiera dado grasa, o al menos un buen trapazo. Traía un ramo de rosas, de esas rosas aterciopeladas y macizas que son de otro modo, y me hablaba con una insolente galantería, como todo un conquistador. (”¡Oh no!, pensé, suponiendo lo peor, ahora sí como en un infarto. ¡Nada más eso me faltaba!”).
—Emmita, tengo que confesarle una cosa. Ayer, ayer, ¡le robé un beso!
Reprimí el impulso de arrojarle la taza de consomé. Me le reí en la cara. Lo vi entristecerse con un gesto aún más ridículo que sus guiños de Don Juan. Sus dientes empequeñecieron, se opacaron. Tuve finalmente que consolarlo. Tuve que decirle que nos dejáramos, a nuestra edad, de payasadas.
Superada la cruda, supe que me quedaba más, todavía más tiempo por vivir. Si el coñac no me había matado, ni modo de tenerle miedo a una gripe.
Me han pedido que escriba algo sobre mis recuerdos de Malú. Lo he hecho a mi modo, personalmente: la memoria de su ausencia “Día a día”. No me toca hablar de sus méritos como mecenas ni como musa de poetas y pintores, sino de la vieja amiga que casi me arrastra consigo a la tumba.
Les decía que dejé de escribir hace veinticinco años. Siento mis dedos torpes sobre la vieja máquina Remington de mis mejores tiempos. Así siento mi relato, torpe y tentaleante. Lo que no está mal: cada estación en la vida tiene su ritmo, su temperamento. Y no me voy a poner ahora a deshacerme en flores y halagos a Malú. Los viejos no somos sentimentales.
Sigo yendo a comer, como siempre, al restorán del Hotel Bristol, donde el pobre pianista se esfuerza cuanto puede por hacer como que no ha pasado nada.
¿Los viejos no somos sentimentales? Últimamente me ha dado por pensar que, a final de cuentas, Reynaldo no toca tantas notas falsas en los boleros como se rumora. Así deben ser los boleros, un poco mal tocados; y cantados con esa especie de exageración cómica, con algo de broma en sus lamentos: el estilo de Bola de Nieve.
Recuerdo de Veracruz

Para Aurora Tejeda y Alberto Román
Los turistas son gente rara, ya lo sabemos, pero ¿habría que tomárselos a mal? ¿Acaso no tienen derecho de serlo? No gastan su dinero sólo para viajar y pasear, tirarse de panza al sol, comer y beber de más; lanzar grandes exclamaciones ante la vegetación y las puestas de sol (aunque aquí, en Veracruz, no se exhiban los exagerados crepúsculos del Pacífico), sino también para convertirse durante unos días precisamente en esas criaturas extravagantes con camisetas de dibujos y letreros ridículos; trajes de baño, hot-pants y bóxers de colores chillones; gorras de papagayo, gafas oscuras, cámaras fotográficas o de video, caseteras portátiles a todo volumen, escuincles gritones y exigentes. Y ese como nerviosismo, como estado de trance, casi de magia (así sea una magia de circo), mediante el cual se hacen la ilusión de rescatar, por unos días, algo perdido de sí mismos, algo aventurero hasta un poco salvaje, o romántico.
No se conforman con un mero desplazamiento geográfico, ni con cambiar drásticamente el ambiente encerrado y opaco de sus departamentos y oficinas por el sol, el mar y las escenografías pintorescas: quieren, además, una especie de glorificación de su personalidad, unas como vacaciones de su propia existencia cotidiana: ser otros (más trópico, más corazón) durante siquiera un parpadeo.
Y claro que se transforman, ¡y en qué personajes! Cada cual su propio carnaval. Cada brujita octogenaria lleva toda la primavera encima, puesta, de plástico, portátil. Cada cuarentona compite con todas las modelos de pósters de bronceadores. Cada padre de familia, blancuzco pero con minúscula tanga detonante bajo la panza de huevo, ensaya ante las divas en bikini los piropos que, hace veinte años, gritaban los galanes en las películas. (Yo sé que no has pasado de moda, Mauricio Garcés.) Los escuinclitos, con una petulancia nueva, que no les sería soportada en la escuela ni en el hogar, cumplen con creces las más horribles pesadillas de Herodes.
Cada cual es su propio carnaval, por docenas de miles, en plena temporada. Las playas, los restoranes y los hoteles llenos de cientos o miles de carnavales individuales simultáneos, todos sonando y brillando y chirriando a la vez; pero cada cual indiferente al contiguo; cada cual a todo color, a todo volumen, lleno de luz y sonido en su aislado performance.
Digamos que todo el puerto se llena de súbitos escaparates vivos por doquier, como en concurso innumerable, sin un paseante que se detenga a mirarlos. ¿Para quién pues actúan, se atavían, posan, gesticulan los turistas? Bueno, pues será para los humildes y taimados lugareños, que ya ni siquiera nos reímos. Hemos visto tanto. Hacemos nuestro negocio, siempre con nuestra proverbial cortesía jarocha, y los despedimos también con grandes aspavientos: ¡Vuelvan pronto!
A veces, en mi aburrimiento de cantinero universitario, je (dos años de economía, otros tantos en Ciencias y Técnicas de la Información, en Xalapa y el Distrito Federal, pero finalmente cantinero, en el local que heredé de mi padre), para estirar las piernas y ayudar a la digestión, me voy un rato a pasear, a turistear a los turistas, a someterlos a exámenes de sociología o sicología instantáneas, a matar el tiempo. ¿A lamentar el turista que no pude ser?
Fue así cómo, la temporada pasada, descubrí a tres mariconazos (dicho sea sin ofender) en Los Portales. Como se sabe desde Sonora hasta Yucatán, en Veracruz los homosexuales no espantan a nadie. Nos hemos echado desde hace tiempo ese trompo a la uña. Tanto los extraños, que entonces nos favorecen con su turismo (y son menos ruidosos y más dadivosos que las familias llenas de escuincles, y con la abuela y el perico), como nuestros chamacos vagos o pobretones, que en las buenas temporadas se hacen ricos durante unas semanas mediante el viejo oficio del mayateo. Claro que a veces se dan los muertitos, los apuñaladitos, los robaditos, los extorsionaditos, pero a nadie le conviene hacer aspavientos, que sólo denigran nuestra turística hospitalidad, je.
Estaban pues los mariconazos (sin ofender) con sus cervezas y sus tequilas a media tarde, después de la siesta, esperando que oscureciera y se presentara algo en qué divertirse. “El hastío es un pavorreal” etcétera. Hacía un calor espeso, y en la plaza se estancaba un silencio abochornado, que los escasos graznidos de los zanates no hacían sino apuntalar. Sudaban a mares, como sólo suda un turista.
Seguro ya habían nadado en Mocambo, ya se habían asoleado, ya habían pretendido jugar volibol con otros turistas y algunos chicos de la playa; desde luego ya se habían paseado en lancha por la laguna de Mandinga y habían comido mariscos hasta reventar en Boca del Río, oyendo sones y huapangos. Hasta se habían echado una siesta. Y ahora trataban de despabilarse con los tequilitas y las cervecitas. Ya vendría la noche que “tiene la sombra de una mirada criolla”.
Uno de ellos, Pancho, se creía aún de buen ver, esbelto y acinturado, mostrando sus pies finos de aparador de pedicurista en unos huaraches nuevos. Pero tenía esa belleza, esa juventud equívocas, tan como sostenidas por alfileres, que habría bastado con que alguien silenciosamente se le acercara por detrás y de repente le gritara: ¡buuu!, para que de inmediato se ajara en arrugas, en canas, en tics, en tedio.
Pero los veracruzanos no espantamos a los turistas, todo lo contrario: “¡Mire usted, cómo la brisa y el sol de Veracruz lo han rejuvenecido! ¡La mera fuente de la juventud!” Pancho se dedicaba pues, con absoluta tranquilidad, a imaginarse a sí mismo, guapísimo, renovadísimo, en mitad de una escena pintoresca. “Tarde que se mece con vaivén de hamaca”.
Eran tan obvios sus sueños que, en efecto, a pesar de que los tres —¡los tres!— cargaban sus cámaras aparatosas, un fotógrafo lugareño los advirtió, hizo el teatrito de medir la luz, de caminar dos pasos a la derecha (no, mejor regresarse uno, pero medio metro hacia atrás), esperó a que el bello Pancho ofreciese su mejor perfil, su indolencia más estudiada, ¡y clic! “Recuerdo de Veracruz”. Yo hubiera querido aplaudir.
Aurelio era güerejo y más bien desvergonzado, algo miope. Traía unos pantalones arrugadísimos, echados en bola a la maleta. Miraba con reprobación tanta mosca como se cierne sobre las mesas de Los Portales (y que Agustín Lara omite en sus canciones), y a cada instante tenía que quitarse otra vez los lentes, que se le habían vuelto a empañar, y limpiarlos con un paliacate amarillo apeñuscado, lleno de manchas y costras sospechosas. Se abanicaba a ratos con una revista de monitos. (En las vacaciones el turista debe leer puros monitos, y tardarse toda una mañana en una sola historieta de superhéroes interplanetarios. Nada de librotes, que no somos gringos.)
No confiaba tanto, para llamar la atención, en su belleza o su juventud, que las tenía al más o menos (aunque con el calor, el pelo largo y descuidado se le había insubordinado en una maraña indescriptible), sino en su colección de cadenas de oro con medallitas que le colgaban sobre el velloso pecho semidescubierto, en su buen reloj, en algunas pulseras. Tenía razón, y lo sabía. Le cogí antipatía inmediata: es el tipo de turista que revisa las cuentas durante una eternidad, discute con el mesero y hace llamar al encargado, y finalmente poquitea la propina, aunque sus amigos estén dispuestos a ser más distraídos y generosos. ¿Qué es eso de regatear “el cielo de tisú”?
El tercero era Melchor. Cargaba librote (¡que además leía!), como gringo. Estaba ya hecho una ruina en plenos treinta y tantos años. Panzón, calvo, pecoso, rojísimo, jadeante. El tipo de maricones que digo yo que se equivocaron, que nacieron para ser señores-señores, no aventureros eternos; y que más les habría valido casarse con señoras gordas, llenarse de hijos, durar la vida entera en el mismo trabajo estable y olvidarse de problemas. Hacen miscast como putos, dirían los críticos cinematográficos que yo leía en mis tiempos de universitario. Como los chaparrines que se pasan las horas en el gimnasio para construirse cuerpos imponentes; y cuáles, siguen pareciendo fornidas hormiguitas. O ciertos orangutanes, con cuerpo de guarura, como creados para aterrar ciudades enteras, y tratan de hacerse los sensibles cuando salen de vacaciones: andan oliendo flores, admirando artesanías o jugando a los encantados con sus avergonzadísimos hijitos.
Melchor era el más nervioso y sudoroso. Probablemente habría preferido quedarse a dormir y leer su librote; leer y dormir los seis días de vacaciones, sin salir de la cama jamás, a andar consecuentando moscas, vendedores, limosneros, chichifos, tocadores de arpa y marimba, zanates, y amigos reverdecidos por el infalible erotismo del Golfo de México. Él ya sabía que el mundo no tenía encantos. Que es aburrido vivir, pero más aburrido (quizás) estar muerto. Algo filósofo, probablemente, y sin “alma de pirata”.
Traía gruesos calcetines de rombitos bajo los guaraches, a pesar del calor: con toda seguridad tenía ese tipo de sangre oficinescamente chilanga que atrae de un solo golpe a todos los mosquitos de Los Portales. Y luego hay que andar con los tobillos hinchadísimos y manchados de merthiolate.

2
Supuse que estarían lo suficientemente ebrios a las once de la noche, como para considerar aceptable y hasta divertido cualquier jacalón improvisado en “disco gay” (mi cantina no es “gay” ni propiamente una discotheque, más que cuando se llena de gays, es decir los domingos y lunes que no abren los antros famosos; o en buena temporada, cuando los turistas se emborrachan demasiado temprano en Los Portales y prefieren una modesta cantina céntrica, que las célebres discotheques de las afueras.) Apenas era sábado. Tuve la corazonada de que me tocaría atenderlos el lunes o el martes, al final de su tour por todos los lugares recomendados por sus revistas gay. Llegaron el domingo, pasadas las diez de la noche.
De cualquier manera, como el jueves y el viernes, debieron asistir durante toda la tarde y parte de la noche, en medio del ruido infernal de veinte músicos simultáneos con canciones diferentes y otros tantos vendedores y mendigos, al desfile de los muchachos jarochos, a muchos de los cuales habían conocido ya en playas, bares y discotheques. Los saludaban con cautela. No querían comprometer toda la noche desde las seis de la tarde. Y qué aburrido para un turista pasarse la noche del sábado con el mismo nativo del viernes. ¡Ésas no son vacaciones!
Displicentes y altivos esperaban la aparición de muchachos nuevos, de veras interesantes. Los lugareños, a su vez, dudaban entre asegurar su noche de una buena vez, o esperar con “serenidad y paciencia (sobre todo mucha paciencia)” nuevos turistas, de veras generosos, a lo mejor norteamericanos o canadienses. Delataban sus éxitos de la presente temporada por las camisas nuevas, floreadas; los pantalones también nuevos, de moda; hasta (algunos) botas de piel de víbora con punta de acero (bueno: también en Veracruz se dan los ranchos y los rancheros), los cigarrillos caros, el reloj, las cachuchas, los anillos, las pulseras.
Esa tarde de sábado de plano se sentaron a su mesa dos chamacos, que habían jugado una especie de bote pateado con Pancho y Aurelio en la playa, y se quedaron callados. Nomás hola o buenas tardes, y callados. Eran capaces de quedarse callados por horas. Al rato se les añadió sin mayores presentaciones un tercero, larguirucho pero escuinclito, de no más de trece años, con la boca llena de dientes de oro, y unos ojazos verdes de amplias pestañas que iluminaban su tez morena, devastada ya por cicatrices de barros y espinillas.
No les quedó a los turistas sino invitarles unas cocacolas o unas cervezas, y seguir platicando entre ellos, de manera entrecortada y sarcástica, a veces en clave o de plano en inglés, sobre los chicos lugareños: “¿Quieres irte con el mío esta noche, a ver si ahora sí se le para? ¡Pero antes báñalo con jabón y estropajo, apestaba a caballo!”, cuchichearían enigmáticamente Pancho y Aurelio.
Oscurecía. El ruido en Los Portales era más atroz a cada instante. Tocaban al mismo tiempo los mariachis de terciopelo azul y la sinfonola norteña del bar cercano; gritaban los vendedores de collares, barquitos de madera, gorras, aretes y los mendigos, con caras sucias y lastimeras como si de veras se fueran a morir de hambre en dos minutos, si no se les daba dinero pero ya.
Con cierta sorna Aurelio le extendió una quesadilla de la botana a un niño mendigo, qué éste rechazó con asco y casi con protesta moral. Si se va a hacer la caridad, que sea en efectivo, no con quesadillas. “Entonces vete”, le dijo Aurelio, y se la engulló frente al niño mendigo, que transformó velozmente su semblante patibulario en uno de asesino infantil, de veras guajiro, pero prefirió largarse con dignidad de prospecto de pandillero, ante la mirada de un mesero alerta.
Los dos muchachos mayores se rieron del niño mendigo, solidarizándose con los turistas, como mostrándoles que ellos ya eran de otra clase social; el chiquillo de los dientes de oro siguió impávido, como si no hubiese visto nada. “¿Habían sido mendigos de niños, antes de crecer y mayatear turistas?”, preguntó medio en clave medio en inglés Melchor, siempre dado a las cavilaciones. “No, han de ser chicos de escuela y familia; chichifean por vagos, más que por necesidad”, contestó Pancho en el mismo lingo: Nabó, habán dabé saber chabícabos, etcétera. “Claro, los niños mendigos no se vuelven adolescentes guapos; se mueren antes”, intervino Aurelio. “¡Tampoco son tan guapos!”, protestó Pancho.
Guapo, guapo, no habían conocido mayate ni chichifo alguno durante esa estancia en Veracruz. Jovencitos regulares y ya. Cachondones, desde luego: geografía es destino. Sólo la juventud, la piel morena, el meneadito jarocho como de “vibración de cocuyos que con su luz, bordan de lentejuelas la oscuridad”. Decidieron que necesitaban otros tequilas para emocionarse con los muchachos atractivos al más o menos que se exhibían por Los Portales.
Siguieron los tres turistas con comentarios en clave o en inglés durante algún rato, sin que sus acompañantes se inmutaran. Los dos mayores sonreían y saludaban con señas a otros chichifos; se fijaban en la calidad de la ropa de los turistas, adivinaban por la edad, o el corte de pelo, o la gordura, o la calvice, cuál sería más generoso. El tercero los miraba en silencio, como queriéndolos entender, como aprendiendo. Ah, que cualquier aprendizaje siempre es lento y difícil.
De pronto Aurelio desapareció con la conquista de Pancho del día anterior. “A lot of soap! And scratch him to death!”, alcanzó a sugerirle Pancho. El otro de los mayores, cansado de que ni Melchor ni Pancho le concedieran la mínima atención durante horas, dijo caballerosamente “compermiso” y fue a sentarse a una mesa próxima, donde recibió cierta bienvenida de unos marineros gringos.
Pero se quedó en la mesa el tercero, el chiquillo de los dientes de oro, ojazos verdes y tez devastada por las cicatrices de barros y espinillas, a quien no conocían para nada. Callado e inmune al fastidio; su cocacola siempre a la mitad.
—¿Cómo dices que te llamas? —le preguntó Pancho.
—Nicho.
—¿De dónde eres?
—De por aquí.
—¿Qué haces, pues?
—Nomás.
Pancho alzó la mirada al firmamento, para que el cielo fuese testigo de que, de veras, de veras, con cierta gente nomás no se podía; y ya sin disimular con palabras en clave o en inglés, le dijo a Melchor:
—Es absurdo venir a ligar aquí, en cualquier bar de México hay mejor material.
Y se pusieron a añorar frente a Nicho, que ni los oía ni dejaba de oírlos, ni los miraba ni dejaba de mirarlos, siempre con una semisonrisa entre agradecida e inexistente, los mejores bares de la Ciudad de México.
—¿Y tú no tienes nada qué hacer? —le preguntó Pancho a Nicho—. Ya se te hizo tarde. Tu mamá te ha de andar buscando. ¡Y te va a regañar! —esto último lo dijo cantando, en homenaje a la canción “La negra flor” de Radio Futura, que sonaba entonces por todas partes.
Nicho no captó la ironía. Sólo sonrió con sus dientes de oro, y pareció más bebé que nunca, asombrado de que a los turistas se les ocurriera que su mamá lo iba a andar buscando. Pero Melchor creyó vislumbrar cierto rubor en su tez martirizada por tanta extracción de barros a pellizcos, y unas como lagrimotas contenidas en sus ojos verdes; también le temblaron los labios carnosos, demasiado bien formados. Acaso ese chiquillo entendía y sabía más de lo que aparentaba. Había en él algo diferente, distinguido. “Algo especial”, se dijo Melchor. La noche se suavizó un poco. “Noche que se desmaya sobre la arena, mientras canta la playa su inútil pena”, como dice el trovador.
—Vámonos mejor al Diamante —propuso Pancho—, no puede estar más aburrido que este funeral.
El funeral de Los Portales era una muchedumbre en su apogeo. Sonaba la clave, sonaba el bongó. Hasta había bailables folklóricos en algún tablado. Entre el martilleo de la música disco se ahogaban los gritos de Babalú. Pero Pancho se había desesperado de no encontrar por parte alguna al chico de su noche criolla. Había que ir a buscarlo al Diamante.
—No, esta noche no la sigo —dijo Melchor como razonable señor maduro—; ya estoy cansado, al rato me voy al hotel.
—Órale —se despidió Pancho.
Y se quedaron en la mesa, silenciosos, el turista paternal y el aprendiz de chichifo, sin decir nada. Aburrido y sin perspectivas en su adolescencia miserable, el uno; aburrido y sin prospectos en su oficinesca edad más que mediana, el otro. Bueno: Dios los crea y ellos se juntan, digo yo.
Ni siquiera necesito añadir que además de mal puto, Melchor era un mal bebedor. Que cuatro tequilas y dos cervezas resultaban demasiado para él. Que seguía sudando a chorros, como sólo un turista borracho puede sudar. Que lo atarantaban el tumulto, el ruido, la revoltura espesa de suciedad, mendicidad, música desafinada y estentórea, vendedores de baratijas, turistas aguacamayados, chamacos más bien tímidos y desnutridos que improvisaban mala cara y porte pirata para desfilar como padrotillos.
“Son finalmente buenos chicos, todos”, pensaría paternalmente Melchor, empezando otro tequila. Le constaba, por los seis o siete que había conocido en esos días, que al menos eran del tipo pacífico y algo honrado. Qué diferencia con los chichifos de Acapulco. Los dos que se habían ido, por ejemplo, habían tenido oportunidades en la playa de robarles durante un descuido los zapatos o una camisa, y hasta las carteras o las cámaras fotográficas (que por lo demás nunca perdieron de vista) y no: todo había sido tranquilo y de buen modo. Daba gusto ir a Veracruz.
Nicho aceptó una nueva cocacola.
“Tres días de vacaciones, a nuestra edad, seguiría reflexionado Melchor, son demasiados”. ¡Y le faltaban tres! Recordó que pocos años antes, en otro viaje al puerto, había ensoñado la posibilidad de adoptar a alguno de estos chamacos (y miró el rostro, en ese momento más lindo, del chico de los dientes de oro: “¡Pero qué manera de destrozarse la cara a pellizcos!”, pensó); llevárselo a México, meterlo a la escuela, darle un oficio, tenerlo más o menos como novio-ahijadito, para aliviar durante algunos años la tristeza y el ahogo de pasarse la vida más solo que un culo; de puras borracheras los fines de semana en los bares.
Porque a Melchor los ligues en los bares nunca le habían funcionado mucho, ni siquiera en su juventud. Los chicos capitalinos, sobre todo los guapos y los interesantes, querían divertirse el fin de semana y ya; luego volvía él a verlos en los mismos bares, y ni siquiera se saludaban, todos ya demasiado conocidos. Cada cual se dedicaba, nuevamente, a ligar al extraño. Y conforme envejecía, peor.
“Uno viaja nomás para ver caras nuevas, pero siempre son las mismas”, reflexionaría Melchor con otro tequila, ya entre mareos, preguntándose qué carajos hacía así de solo y sin destino sobre el planeta. Quizás se vería a sí mismo viajando año con año a diferentes playas, con libros cada vez más gruesos que nunca terminaba de leer.

3
Lo siguiente fue un escándalo en medio Veracruz, digo, en el medio Veracruz del centro que atiende de noche a los turistas ebrios y a los maricones (sin ofender) y por donde desfilan los pequeños mayates y pícaros habituales. Se supo que, sumidos cada cual en misteriosas reflexiones, casi sin hablar, Melchor y Nicho duraron horas en Los Portales, hasta que todas las fondas y cantinas se despoblaron y los meseros se ocuparon en barrer, fregar y en trepar las sillas sobre las mesas. Bastante después de medianoche.
Melchor se había puesto a pedir más tequilas y cervezas de las que podía consumir, de modo que se le acumuló una barrera de tarros y caballitos, lo cual permitió que el imberbe Nicho agarrara también, a trasmano, una mediana borrachera sin que la casa quebrantara la ley, pues se le habían servido los tragos al señor, ya más que mayor de edad. Nicho tenía su media cocacola propia, pero de pronto tomaba un trago de alguno de los tarros o caballitos de Melchor.
Algo debieron haberse dicho. Esas escuetas frases definitivas que se supone deciden la vida, cuando uno las dice o las escucha en el momento exacto. Pero nadie los oyó conversar (en parte, me explican, porque Melchor, que se cayó dos o tres veces de su silla, materialmente ya no podía articular palabra); ni se les vio echarse las miraditas tiernas, cogerse de la mano, ni los consabidos arrumacos a los que en este libérrimo puerto sí se atreven públicamente los gays con sus ligues lugareños.
Nada, muy serios el señor y el niño, calladitos y completamente correctos. Y eso empezó a llamar la atención, porque entonces, ¿de qué se trataba? ¿Qué se traía ese par, que no lucía para nada como padre e hijo, sino como turista ebrio y calvo e infante semiharapiento, pero que tampoco parecían una comparsa prostibularia? Nicho se veía larguirucho, pero con tal carita de mocoso que resultaba absurdo o extravagante considerarlo mayate, aun precocísimo.
Los meseros trataron de alertar a Melchor contra un posible ladronzuelo. Inútil; de hecho, al pedir la cuenta, fue Nicho quien tomó con toda familiaridad la cartera de Melchor y contó los billetes, después de tres o cuatro intentos fallidos de nuestro estimado visitante por distinguir los billetes verdes de diez pesos de los de doscientos. Y se retiraron juntos. El esmirriado pero correoso Nicho llevaba casi en vilo la rotunda figura veraniega del calvo Melchor.
La siguiente etapa fue una gritería en el vestíbulo del Hotel Imperial, recientemente remozado. El “escuincle” no estaba registrado y el establecimiento “se reservaba el derecho de admisión, por la seguridad de los propios huéspedes”. (Definitivamente el Veracruz bohemio no existe: es una invención de Agustín Lara.) Hubo intercambio de insultos entre Melchor y los empleados y amenazas por ambas partes de llamar a la policía. Ni siquiera se le permitió a Melchor largarse con sus maletas, porque compartía el cuarto con Pancho y Aurelio, y “no se les fuera a perder alguna pertenencia a los otros huéspedes”. Debió partir en mitad de la “noche tibia y callada de Veracruz” en busca de uno de los hoteluchos de paso de los alrededores del mercado, menos estrictos en cuanto a “derecho de admisión”.
Dos o tres horas después, en el mismo vestíbulo del Hotel Imperial, Pancho y Aurelio, que habían regresado ya de sus aventuras con una ebriedad más controlable, se arrancaban los pelos y se gritoneaban con los empleados ante la posibilidad de que, a esas horas, Melchor ya hubiese sido acuchillado por ese enigmático delincuente infantil. Pues de que había pequeños asesinos, los había. Y todo era tan raro. “¡Pero cómo lo dejaron ir! ¿Tiene idea de adónde fueron?”
El dependiente, para entonces ya bastante divertido, les sugirió que llamaran a una patrulla y peinaran todos los hoteles baratos del puerto. Y listo. Y dos bostezos. La mención de la policía desagradó a los compungidos mariconazos (sin ofender) y prefieron tomar un taxi e investigar por su cuenta; regresaron poco antes del amanecer, sin éxito, lívidos, ceremoniosos. Casi viudas.
Sólo hasta el mediodía localizaron a Melchor y a su misterioso acompañante, desayunando jarochas suculencias en plena Parroquia (la nueva, pues). Para entonces Nicho había sufrido una total transformación. Melchor lo había llevado de boutique en boutique para sustituir sus semiharapos con un brillante vestuario de niño turista.
Le compró una camiseta con toda la familia Simpson estampada al frente, a colores; unos shorts kaki llenos de bolsillos; una cangurera azul que atiborró de cremas y lociones contra barros y espinillas; unos descomunales zapatos tenis Nike, que fueron la envidia de cuanto jarocho lo vio caminar, en la cumbre de su éxito, rumbo a la nueva Parroquia.
Nicho también quedó decorado con un anillo de sospechosa plata (su signo zodiacal), una gruesa cadena y medalla de supuesto oro (La Milagrosa); un reloj de pulsera (un sonriente dinosaurio en la carátula) y un gorrito de marinero, blanco, de grumete, con la vistosa leyenda “Recuerdo de Veracruz”.
Los meseros de la Parroquia y algunos parroquianos, en guayabera, que lograban concentrarse en su dominó a pesar de las marimbas, escucharon los improperios de Pancho (la ira transformaba sus modales de dandy en desplantes cinematográficos de cabaretera histérica) y Aurelio (el pelo güero enmarañado como coiffure de la señora Simpson y los lentes empañados) contra Melchor.
Nicho siguió devorando, impasible y medio sonriente, muy seguro el cabroncito de su buena estrella, su gran fuente de enchiladas con pollo.
Melchor fue llamado (en español, en inglés, en clave) a la razón, a la mesura, al sentido de las proporciones; hasta se le recordó que aun en el tolerante y alburero Estado de Veracruz se castigaba la seducción de menores.
Acaso en otra entidad federativa de nuestra mojigata República los comensales se hubieran escandalizado. Aquí tomaron la política de que el turista siempre tiene la razón; y muertos de risa ante esa especie de nativo de escaparate (en miniatura), de monito decorado con atavíos y abalorios turísticos, que les resultaba el voraz Nicho, aplaudieron.
¿Quién le iba a creer a Melchor que ahora, pasada la mitad del camino de su vida, harto de soledad, desengañado del sexo mercenario de fin de semana, había decidido adoptar inocentemente, dizque sin lujuria alguna, un ahijadito que lo acompañara en la tediosa y deprimente senda de sus días? Pero en Veracruz estamos tan acostumbrados a oír cualquier cosa de los turistas que los jugadores de dominó de las mesas vecinas siguieron riendo, y aplaudieron de nuevo.
—¡Es que de plano no te mides! —gritó Pancho, y emprendió dignamente la retirada con Aurelio—. ¡Nos vemos en el hotel!
—Ahorita los alcanzamos —dijo Melchor, con toda entereza e inocencia, como un sensato padre de familia cuyo lema fuese: “Todo a su tiempo: los problemas, después de almorzar”.
No resultó tan aquiescente la actitud de la tropa de mayatitos, hamponcillos, vendedores de cualquier cosa, movedores de ombligo, chulos y demás pícaros ante el encumbramiento de ese advenedizo infantil, a quien apenas conocían de vista.
Se escandalizaron. Eso sí era inmoral. Nicho nomás se andaba haciendo el huerfanito para robarle todo, pero todo, al señor chilango medio raro. Y que no dijeran que no le ponían. De que le ponían en la cama, le ponían. ¡Y quién sabe cuántas cochinadas sí hacía y se dejaba hacer el Nicho, para recibir tan de golpe tantos regalos, especialmente los tenis Nike!

4
Con arrogancia Melchor cerró su cuenta en el Hotel Imperial y se hizo transportar con todo y Nicho y equipaje en un taxi al permisivo hotel que los había amparado.
Hubo algún intercambio ríspido de despedidas, en sordina, entre Melchor y sus amigos, que se quedaron tumbados en los sillones del vestíbulo en medio de la mayor consternación. Aurelio limpiaba desoladoramente sus anteojos, otra vez empañados. Pancho intentaba consolarse con la contemplación de sus pies perfectos, sobre los que no habían pasado los años. El empeine era ideal.
Los cultos lectores que leen cuentos como este en libros y revistas literarias acaso ignoren que en pueblos y rancherías premodernos, especialmente de tierra jareosa como las costas, los hombres de edad madura y hasta los ancianos de repente recurren, con la aprobación general, a esta ancestral fuente de la juventud y se hacen de amantes jovencitas, casi niñas. Fuera de los modernos centros de cultura suelen abundar las parturientas de trece años. Y esas parejas de edades tan dispares, esos injertos de padre (o abuelo)-amante y de esposa-hijita, dan lugar a chistes y sones, pero hallan su modo de acoplarse, a veces más florida y apaciblemente que los matrimonios normales. Los japoneses han escrito muchos jaikús al respecto.
Pero los chamacos jarochos no quisieron pensar en ello. Los tenis Nike, la medalla y el extravagante sombrerito de grumete de Nicho los sacaban de quicio. Era algo loco, ridículo, hasta inmoral. A nadie le pasaban cosas así. Era como encontrarse tirado un billete de lotería, que resultase ganador del premio mayor. Un cuento como La Cenicienta entre putas de zanja; una telenovela gay a lo María Isabel.
La envidia del bien ajeno es una pasión poderosa, y los chicos de las playas y Los Portales conspiraron. Conspiraron en Mocambo, en Mandinga, en Boca del Río, pues los chismes en Veracruz son veloces, para convencer a Aurelio y a Pancho de que el loco de su amigo corría un peligro atroz. Que Nicho, así de mosquita muerta con sus dientes de oro y todo, había robado y traicionado a todos los que confiaron en él; que había matado, pero con un puñalote de este tamaño, a sus propios padres: por eso andaba haciéndose el huerfanito; que había estado en un orfanatorio, en la cárcel de menores, y que la policía lo había liberado sólo para usarlo de gancho y soplón, y esto y lo otro; juraron, además, que en cuanto se fuera su colorado y pecoso protector, le iban a dar su merecido. O antes: que nomás les avisaran, si al Nicho se le ocurría pasarse de listo. Porque aquí en Veracruz no era de hombres hacer esas cosas. De buena fuente sabían que el tal Nicho ni siquiera era veracruzano, sino de la Sierra de Puebla.
La noche del domingo tuve cantina llena, en parte por este chisme. Llegaron temprano Melchor y Nicho, siempre silenciosos, sin abrazarse ni cogerse de la mano, nomás transmitiéndose puras ternuras y pensamientos entrañables con los ojos; se corrió la voz y empezaron a juntarse los chamacos a la puerta, espiando a Nicho y comentándose cosas al oído. Algunos le hacían gestos amenazadores a espaldas de Melchor. Pensé que querían apedrear a la mujer adúltera, como dice el Evangelio.
Luego aparecieron Pancho (toda su donosura descompuesta por la preocupación: un puñado de tics nerviosos) y Aurelio (que se enjugaba la frente con un paliacate amarillo sucio y apeñuscado), y se sentaron en mesa aparte, que pronto admitió a una palomilla de los pícaros de la calle. Ya fuera porque los rumores del peligro le hubiesen metido miedo, o porque considerara poco seguro mi humilde establecimiento, el caso es que para entonces Aurelio ya se había despojado, precavidamente, de todas sus joyas. Parecía más bien algo hippie, con la marañota de pelo y su fina ropa bastante arrugada.
Algo de trabajo me costó mantener el orden: correr a los vagos que sólo querían molestar a los tórtolos sin consumir ni una cerveza (bueno, sin conseguir que se la invitaran, pues); renconvenir a los que de pronto chiflaban una burlesca marcha nupcial o hacían la pantomima de una novia coronada con una servilleta de papel en forma de barquito; y hasta sacar a empellones a algún grandulón que le puso una zancadilla a Nicho cuando iba al baño (lo hizo caer y mancharse sus shorts kaki llenos de bolsillos). Incluso, decentemente, llamé a la discreción al propio Aurelio, que un poco contagiado de la vulgaridad de la chusma (y tal vez envidioso de que alguien de su edad todavía se entregara a los sueños del “amor del bueno”) se había improvisado unos dientes de oro con la envoltura de sus cigarros. Y cantaba: “Una vez nada más se entrega el alma...”
Melchor y Nicho lo soportaron todo: así de grande parecía su amor. Supe luego que habían ido a la cantina a despedirse de Veracruz, su última noche en el puerto; antes habían caminado plácidamente por la costera, hasta la estatua de Ruiz Cortines: se disponían a tomar al día siguiente el camión a México, rumbo a su nueva vida juntos, para siempre, en ese departamento amplio frente a un parque, en un séptimo piso, que Melchor le había descrito a Nicho como todo un reino de tranquilidad y vida dichosa: microondas, televisión, videocasetera, compact disc, nintendo, computadora. Tenía un perro afgano llamado Dick.
A pesar de sus desavenencias, algo se dijeron los tres maricones capitalinos (sin ofender). Tuvieron un breve conciliábulo, secretísimo. Parecía que hubiese cuentas que arreglar o cosas por el estilo. Pancho hablaba y hablaba, Aurelio asentía; Melchor escuchaba serenamente, con paciencia, y finalmente les entregó sin resistir todas sus tarjetas de crédito. Pancho recobró en parte su juventud tan histéricamente interrumpida. Aurelio se aplacó levemente la melena con los dedos.
Sea como fuere se dijeron demasiado. Melchor y Nicho se marcharon primero. Media hora después, Aurelio y Pancho. Y nadie en el puerto ha vuelto a ver a esos tres chilangos por acá. Eso pasa con algunos turistas, se hacen célebres entre nosotros durante dos días y no regresan sino, notablemente deteriorados, cinco o diez años después. Pero los jarochos, agradecidos y afectuosos con el turismo, nos acordamos a veces del vestido mamey de alguna güera, de la manera de reírse de algún barbón, de la tacañería o prodigalidad de tales o cuales. Todos hacen el oso y no se los tomamos a mal. Felices ellos, que pueden.
A quien sí vi la noche siguiente fue a Nicho, con la camiseta de los Simpson desgarrada y un diente de oro menos. Andaba descalzo, sin los tenis Nike.
Estuvo espiando horas frente a mi cantina, por si llegaba su tórtolo maduro y calvo. No lloraba. No puedo decirles si fue abandonado mientras dormía en el hotel, en plena madrugada; o si ya en la central de autobuses Melchor lo mandó a comprar cigarros, y desapareció.
Nicho me pareció algo estúpido con la cara llena de diminutas curaciones blancuzcas sobre sus barros y sus espinillas. Y sus grandes ojos verdes, ojotes como de caricatura infantil, brillaban bajo su blanca gorrita de grumete, que a la luz de la luna dejaba leer desde mi mostrador toda la frase: “Recuerdo de Veracruz”.

LA HISTORIA CLÍNICA DE PEPE GARCÍA

A Rocío Barrionuevo y Enrique Serna
1
El cabrón tuvo la culpa, por llamarse Pepe García. Háganme el favor, qué joda le pusieron sus padres: Pepe García, ora sí que mejor Pedro Pérez o Juan Hernández. ¿Se imaginan cuántos Pepes García, Pedros Pérez y Juanes Hernández hay en la Ciudad de México? Digo, mejor llamarse José Luis García, aunque también debe haber el titipuchal de José Luis García en México: voy a checarlo en el directorio. Total, que si nomás te llamas Pepe García o Pedro Pérez pues mejor no llamarte de ningún modo, llamarte Anónimo a secas, me cae que te distingues más. O Anónimo García; no debe haber muchos Anónimos García en el Registro Federal de Causantes.
Bueno, pues este cabrón de Pepe García era el mexicano típico. No había modo de describirlo. Estatura: media; complexión: regular; color: moreno; señas particulares: ninguna; profesión u oficio: varios, al más o menos; gustos: canciones rancheras con Juan Gabriel o Vicente Fernández; vicios: el trago, cuando lo gorreaba o se lo daban fiado, sugerían las malas lenguas; pasiones: la patria, la mamacita, la Virgen de Guadalupe, el puerco con verdolagas. Pensábamos que tendría, al más o menos, alguna novia que, para variar, se llamaría Lupe, digamos Lupe González, de las chorrocientosmil Lupes de apellido González que lloran al mismo tiempo en Ecatepec o Iztapalapa al ver la telenovela de la tarde, ¿no?
Me cae que lo más característico de Pepe García es que no podía uno precisarlo para nada. Alguien mencionaba al Pepe García y hagan ustedes de cuenta que ni el aire soplaba, a nadie se le ocurría nada sobre él. Nos parecía bastante pendejo, sobre todo cuando trataba de darse caché, importancia. Si no, era nomás callado, nomás taimado. Pero cuando se alzaba el cuello sí se le notaba más lo pendejo, como a toda nuestra aguerrida raza de mariachis de medianoche.
Todo el dramón empezó, nuevamente para variar, por una güera. Ya ven que no hay morenazo en la Narvarte (ni en Narvarte ni en ninguna parte, como dicen que dice el refrán) que no se deshaga por una güera: cualquier güera, aunque sea güera balín o con peluca y esté bizca o patizamba. Las güeras dan categoría, como en el anuncio de Cerveza Superior. Ésa no estaba ni bizca ni patizamba, nomás flaquita, pero con sus ojos verdes, un verde D. F. de harta naturaleza concentrada en un camellón; y ya tienes al Pepe García todo romántico y valedor diciéndole que sí a todo, nomás por esos ojos verdes, color verde D. F.: firmando un montón de papeles.
Era un seguro médico. Háganme el cabrón favor. Porque, nuevamente para variar, Pepe García siempre estaba desempleado, a sus veintiocho años, sin un clavo en el bolsillo, sin lana para un taco pero con harto seguro médico. Ora vivía con sus jefes, hasta que los enchinchaba, ¿no?, eso nos parecía; ora con tíos, o primos, o compadres, o padrinos, o nomás cuates. Así siempre de aquí para allá sin petate en qué caerse muerto. Aunque muy limpiecito, como hijo de familia: su único pantalón, su única camisa, su única chamarra, sus únicas botas, todo muy arregladito, gracias a su mamá y a sus hermanas, que siempre le lavaban y planchaban todo, y le compraban ropa el día de su santo, o en navidad.
Y también gracias a las vecinas del barrio, que lo habían visto crecer y le tenían como consideración o lástima, pensaba yo. Y no sólo las mujeres, también los compadres y hasta los chamacos lo procuraban bastante, lo ayudaban, le regalaban cosas. Nos sorprendía mucho cómo la gente quería a Pepe García. Ora sí que qué suerte tienen los que no se bañan. De modo que como andaba siempre de punta en blanco, je, que sea menos, tampoco parecía ni pobre ni rico.
Bueno, pues en menos de un cuarto de hora ya había caído en la trampa de la güerita ésa, y se había comprado un seguro médico de dos mil pesos, en no sé cuantas letras, con el aval de sus jefes, que tenían su casita propia en una como vecindad en Contreras: dos cuartitos que se tardaron como veinte años en levantar, cuartitos de block, eso sí: pintados de amarillo cotorra con balconería dorada modelo Versalles. Que ese seguro médico era a toda madre. Donde se enfermara, cuando se enfermara, de lo que se enfermara, un telefonazo y ahí estaban los mejores especialistas del país, con el equipo quirúrgico más moderno, reparando el invaluable físico de Pepe García.
—Si el otro día un cliente chocó hasta allá por Coajimalpa, nada grave gracias a Dios, pero por si las dudas le mandaron un helicóptero: ¡un he-li-cóp-te-ro! —me lo contaba así, separando las sílabas— para rescatarlo y llevarlo, en segundos, al qui-ró-fa-no. El cliente nomás llamó por su celular: “Me acabo de dar en la madre aquí por Coajimalpa”, y zas, llegó el helicóptero para llevarlo de inmediato al quirófano de un hospital de categoría.
Claro que Pepe García cuándo iba a tener celular, ni siquiera tarjeta Ladatel, pero un peso para llamar desde una caseta, eso todo mundo lo tiene.
—Sí —le dije—, pero en las casetas hay que hacer cola a veces hasta de media hora, ya ves todo lo que se tardan los novios y las comadres y los aboneros; así que cuando llegue tu helicóptero para llevarte al quirófano, ya vas a estar muerto sobre el puro pavimento, como cualquier no asegurado, de tanto esperar, deteniéndote las tripas con las manos, en la cola de un teléfono público.
Desde luego que a la güerita ni la volvió a ver. Sólo a los cobradores. Bueno: tampoco a ellos. Su domicilio era el de su jefa, y allá la pobre ñora se tuvo que batir como las buenas para ir pagando todas las letras del servicio médico de Pepe García, con ayuda de las hermanas y de los vecinos que tanto lo consecuentaban. Él nomás se escondía en otra casa, o de plano en el baño, cuando llegaban los cobradores del servicio médico. ¿Pepe García? ¿Cuál Pepe García? En todo el Distrito Federal no hay ningún Pepe García. Pero la jefa García se vio de lo más cumplida como pagadora, y siempre estaba al corriente en los pagarés.
Sin embargo, no hay que echarle toda la culpa a la güerita de ojos verdes. Dentro de sí, muy dentro, cosa que sólo conocían sus familiares y sus muy cuates, porque nunca ha sido muy platicador que digamos, había algo que de veras destacaba de Pepe García. Tenía un carácter muy como dicen aprensivo, cuentero, mitómano. Él no sufría tanto por la crisis económica ni por la pinche realidad nacional; claro que de todas maneras las padecía y casi nunca tenía chambas ni nada, pero eso era lo de menos: en cambio, sufría, y como un infierno, dentro de sí, sus aprensiones, sus cuentos, sus mitos.
Siempre andaba cagándose de miedo frente a cosas que simplemente no existían. Se inventaba enemigos, catástrofes, peligros, riesgos por todas partes, todos dedicados nomás a él. Como si la naturaleza, o el mundo, o el universo, tuvieran como prioridad absoluta crearle grandes atolladeros nomás a Pepe García. Y claro, también temía las enfermedades. Hipocondriaco, como dicen. Nomás oía en la televisión —digo, porque las noticias de la tele sólo se oyen: lo único que uno ve es, todo el tiempo, al locutor relamido o panoramas de gente y rascacielos que nada tienen que ver con la noticia— que en Nueva York o en Calcuta alguien se había enfermado de algo raro, o que le había ocurrido tal accidente o tal desgracia, ya estaba él convencido de que de un momento a otro iba a padecer de lo mismo.
Eso desde chiquito, desde primaria, siempre estaba corriendo a la enfermería a ver si ya le había dado el mal de Parkinson, hoy sería el de Alzheimer, que se ha vuelto tan famoso; la malaria o la viruela loca, si ya se estaba quedando sordo de una oreja o de plano de las dos. Y el seguro médico lo cubría contra todo, menos contra el sida y alguno que otro cáncer, de los incurables. Nadie conocía la cuenta exacta de los tumores malignos que podían aparecer en un cuerpo humano, decía. Y ya andaba menos preocupado por pagar las letras de su seguro médico, que por lo que pudiera pasarle si de repente se enfermaba precisamente de aquello que no cubría el gran seguro médico del helicóptero. ¿Qué no habría un seguro médico que lo cubriera absolutamente todo?
—Pues si serás pendejo, pinche Pepe. Lo incurable es incurable. Ni modo que un seguro de inmortalidad. Si quieres, te aseguramos contra un mal parto.
—Pinches ignorantes, ustedes nunca entienden nada de nada.
No pues sí: ¿quién iba a entender a Pepe García?

2
Así y todo, un buen día Pepe García amaneció de buen humor. Ya más maduro que las más grandes calabazas, pero su hermana lo consentía: lo despertó con palabras bonitas, le puso la radio en la estación que le gustaba, le llevó toda su ropita bien lavada y planchadita y le suplicó, así de plano, le suplicó, que ya se metiera a bañar de una buena vez, porque si no se iba a desperdiciar el agua caliente y ya quedaba poco gas en el tanque.
El loco de Pepe García entreabrió un ojo legañoso y se fue a despertar bajo la regadera, tarareando una canción de los Dandys, sin sospechar que ése sería su día famoso.
Tenía cita a las diez de la mañana por Azcapotzalco, una de esas chambas milagrosas que dizque lo iban a sacar de pobre por un rato. Siempre Pepe García se traía entre ceja y ceja alguna de esas grandes chambas, como un secreto. Nunca te decía así de plano: fíjate que no tengo chamba, llevo tantas semanas y no cae nada de chamba; sólo se hacía el misterioso, el que sí se sabía su cuento, como si le fuera a caer de un momento a otro un trabajo de Presidente de la República, pero hubiera que mantenerlo en secreto, en secreto de estado. El agente 000-García.
La madre, las hermanas y los vecinos lo vieron perderse en la esquina, todo chifle y chifle el cabrón, ora sí que hecho un mirlo —¿se llaman mirlos?—, rumbo a su gran empresa secreta. Les digo que lo quieren bastante por el barrio: habría que llamarlo el Consentido de su Colonia. Y bueno, para no hacerles el cuento largo, lo siguiente que se supo de Pepe García fue que andaba herido, tal vez difunto, y desaparecido. ¿Y quién nos lo vino a decir? ¡Pues los del lujoso seguro médico!
A eso de las tres de la tarde que entra corriendo a la vecindad la señora de la pollería:
—¡Comadre, comadre! ¡Qué desgracia, qué calamidad! ¿Qué le habrá pasado a Pepe? ¡Virgen Purísima!
El teléfono más cercano a casa de su mamá estaba en la pollería, y Pepe lo había dejado como referencia en su seguro médico de primera, seguro médico plus. Pues nada: que una señorita del seguro médico plus se comunicó a la pollería: que buenas tardes, ya habían recibido el mensaje: ¿en qué se le podía servir al niño Pepe García? ¡Al niño!
—Óigame, niño no; ya es todo un hombre...
—Pues nos dejaron el recado de que el niño Pepe García estaba gravísimo, y nos estamos reportando a su llamada...
—Pues Pepe García sí se llama Pepe García, pero no es un niño, ¿dice usted gravísimo?
—Nos dejaron este recado: “14:33, niño Pepe García gravísimo, urge servicio médico”. No lo pudimos atender de inmediato porque nuestras operadoras estaban saturadas, pero la grabadora tomó el recado.
—¿Y lo dejó el propio Pepe?
—¿No le digo que estaba gravísimo? Alguien llamó en su nombre. Se trata evidentemente de una voz de mujer de edad. Dijo que se volvería a reportar, pero no se ha comunicado.
Y todo mundo se imaginó al he-li-cóp-te-ro del lujoso servicio médico rastreando los cielos de todo el Distrito Federal para llevarlo al qui-ró-fa-no.
Nadie hasta ese momento le había conocido enfermedad alguna a Pepe García, pero cómo dudar nada menos que del seguro médico plus. Llamó la madre para rectificar: sí, Pepe García, gravísimo, un niño. Las hermanas se estuvieron reportando cada cuarto de hora: no, la señora del recado no se había vuelto a comunicar.
Y ahí tienen ustedes a la vecindad posesionada del teléfono de la pollería llamando que al servicio de personas extraviadas (vulgo: Locatel), que a las delegaciones de policía, que a la Cruz Roja, que a las clínicas del Seguro Social y del ISSSTE.
El problema estaba en que, como podrán ustedes suponer, en todas y cada una de estas instituciones no había uno, sino varios Pepes García a esa hora, unos jóvenes y otros viejos, pero a esas alturas ya ni por la edad podíamos identificar a nuestro Pepe García, porque si la secretaria del seguro médico lo tenía registrado como niño, el servicio médico forense podría señalarlo como octogenario.
—¿Oiga comadre, no se tratará de una equivocación, de otro Pepe García, un niño?
—¡Dios la oiga, comadre, aunque sin desearle ningún mal al prójimo! A lo mejor se confundieron en el seguro médico.
—¿Qué no se tratará, señorita, de otro Pepe García? —se le increpó desde la pollería a la secretaria del servicio médico plus.
—Es obvio que tenemos muchos Pepes García entre nuestra clientela, señora, pero para reportar a un paciente se necesita la clave que está en la credencial, y nos dieron esa clave por teléfono, no otra. Cada asegurado cuenta con una clave diferente.
(Yo estoy a favor de usar claves. Vale más GARJ-670816-LSD, que todos los nombres con todos los apellidos. Imagínense que a un Pepe García le de por llamarse, de manera desplegada, José Catalino de Siena del Sagrado Corazón de Jesús García de Romero de Terreros y Alencastre. Pero todavía no nos modernizamos: no decimos, te presento a mi cuate FIFI-710227-CIT. Ya lo haremos y nos evitaremos muchos problemas).
Aquí entro yo en la historia: me fue a buscar mi mujer a la oficina. Entre docenas de Pepes García en problemas teníamos que dar urgentemente con el nuestro, para que lo salvara su seguro médico. Así que metí lógica entre la desesperación histérica de las mujeres. Deseché el servicio médico forense (si ya estaba muerto podía esperar un poco más, ¿no?). Las delegaciones de policía también quedaron fuera, al menos por el momento (Pepe no se había reportado como detenido, y además ahí siempre secuestran a la gente varios días, de riguroso incógnito-incomunicado). Mejor correr a pasarles revista a todos los Pepes García de los hospitales con servicio de emergencias.
Desde luego que ni pensamos en Locatel: nunca funciona, como ya lo habíamos constatado cuando se nos perdió un primo que venía de Reynosa, y se pasó semanas de delegación en delegación pidiendo auxilio. Aunque en nuestra familia no hemos llegado a la exageración de llamarnos Pepe García, nuestro primo Alberto Hernández de Reynosa tuvo que remontar una lista de cinco mil Jesús Rodríguez registrados como habitantes del Distrito Federal, entre los que, desde luego, no estaba yo, por más que el fisco no se olvide de importunarme a cada rato con requerimientos a tal nombre. Y a pesar de que, según nos contó luego el primo, hasta en dos programas de radio pidió ayuda, no llegó a ingresar en la lista de los Albertos Hernández oficialmente extraviados o en problemas (la base de datos de Locatel sólo tenía sitio para quinientos o seiscientos Albertos Hernández simultáneos, y él era como el 1,300). Cuando preguntamos a Locatel por algún Alberto Hernández extraviado, nos ofrecieron, casi nos exigieron escoger sólo entre los seiscientos Albertos Hernández oficialmente extraviados; al fin y al cabo la cifra seiscientos constituía una cantidad muy amplia de dónde escoger: “¿No saben su número de elector, o de causante, o de licencia de conductor?”. No sabíamos. Y se quedó en una especie de lista de espera informática, un limbo de computadora, hasta que le llegara el turno de ingresar a los 600 Albertos Hernández oficiales de la base de datos de Locatel.
Se dedicó a vender sus cosas, una a una, y a preguntar por mí, al azar, desde un teléfono público, a los otros 3,800 Jesús Rodríguez auxiliares de contabilidad, empleados en dependencias del gobierno o en empresas privadas. Con frecuencia los vendedores de enciclopedias, Hacienda y hasta los predicadores bíblicos por correspondencia nos confunden, y vienen a parar a la oficina equivocada. En dos semanas dio conmigo. Tuvo suerte: apenas se había comunicado con unos 750 de mis homónimos.
—¿Y por qué vas a ir a los hospitales y no a la curia? —me rebatió mi mujer, a quien le encanta contrariar mi lógica—. Mira: si falleció, no faltará alma caritativa que le mande decir misas. Y la iglesia es más confiable que la burocracia: mejor consultar las misas encargadas hoy por almas llamadas Pepe García en las 800 ó 900 iglesias de la ciudad. Si no hay ninguna, señal clara de que está vivo. Al menos eso sabemos con certeza: que era un mexicano católico.
Creo que mi mujer ya lo hacía muerto. Está acostumbrada a nunca decir ni oír la verdad, sino sólo un anticipo de verdad, siempre con olor a azufre. “Está malito” quiere decir “grave”, pero nunca hay que decir que alguien está grave (sería mal agüero y crueldad psicológica): “está grave” significa que “ya se murió” y que mejor vayan preparando a la familia. Claro que mi mujer ya ni pensaba en Pepe García, sino en la pobre madre, y en las hermanas, y en todos los vecinos que iban a llorarlo, y ya no se aguantaba las ganas de empezar a lagrimear y a rezar los rosarios cuanto antes, que es lo único que de veras “nunca falla”.
—¡Pero mujer! La iglesia también administra a los muertos. Y debe haber más Pepes García muertos que vivos. Seguro hay más Pepes García muertos en espera de misas, que los vivos en las delegaciones, cárceles y hospitales.
La secretaria del lujoso servicio médico volvió a llamar, ya irritada, a la pollería, como si tuvieran al helicóptero dilapidando combustible sobre nuestras cabezas, y el quirófano listo, ora sí que desperdiciándose con taxímetro y todo, y a los médicos y enfermeras y paramédicos todos uniformados, y el gravísimo Pepe García nada de que aparecía.

3
Antes de las cuatro de la tarde empecé a revisar a los Pepes García de todos los hospitales públicos del Distrito Federal, que tuvieran fama de recibir urgencias. Conservo recuerdos agolpados de salas de espera: montones de gente gritando en torno a las ventanillas de información “¡Gómez, Fernández, Ortega, Velasco, Ruiz!”, sin alcanzar siquiera a balbucir el segundo apellido o el nombre de pila; de tal modo se apretujaban y quitaban la palabra unos a otros, frente a enfermeras acostumbradas a presenciar impávidas, a cada instante, apocalipsis multitudinarios.
Luego de súplicas y amenazas vanas, que tampoco eran escuchadas, la gente se desesperaba y se iba a pasear su terror por las calles, y regresaba ya dócil y resignada, con no sé cuántos tratos secretos y silenciosos entre sus almas y el Creador y los santos (tantas santa Marías, tantos san Josés, tantos san Luis, san Juanes, san Franciscos), y apretando en el puño un rosario o alguna raíz providencial, se sentaba o acostaba en cualquier rincón (algunos roncaban), a esperar el milagro de que la enfermera tomara el micrófono y retumbara el nombre querido por las dos estropajosas bocinas de la sala de espera, que parecían sólo emitir los avisos de partida y llegada de una central de autobuses (tantos lugares llamados Ocotlán o Coatepec o Santiago o Tenango o Tenancingo o Dos Arbolitos o La Laguna o La Loma o Santa María o Metepec llenos de calles llamadas Hidalgo, Morelos, Juárez, Libertad, Revolución, 5 de mayo, Cárdenas).
Llegaba yo frente a la masa que bloqueaba las ventanillas de información, calculaba las horas que me costaría irme abriendo paso entre cuerpos —a codazos y zancadillas— hasta la importante enfermera que esgrimía gruesos expedientes, más con ademán de quererlos azotar contra alguna vociferante cabeza que de consultarlos, y no me quedaba más remedio que echar al aire monedas y billetes; entonces se abría el Mar Rojo y llegaba yo, provisto de un buen billete, con la enfermera:
—Pepe García. Busco a Pepe García.
La enfermera se guardó el billete en el brasier, y me recitó:
—Pepe García, deshidratación y anemia, sala E. Pepe García, herida de arma punzocortante, Sala Ñ. Pepe García, neumonía, sala Z. Pepe García, fractura de fémur, sala R. Pepe García, heridas de arma de fuego, sala...
Durante un momento le di la razón a mi amigo, por escapar —o intentarlo siquiera— de la medicina “social” o de beneficencia, y aspirar a la medicina financiera. Escogí al azar. La enfermera decía:
—Edad 42 años, aproximadamente. Sexo masculino.
—Claro que masculino: se llama Pepe.
—Mire usted, señor: tenemos Lupes, Socorros, Cármenes y hasta Inmaculadas Concepciones de María, llamados informalmente Conchos, del sexo masculino. Para no hablar de Cruces, Tránsitos, Rosarios, Providencias, Trinidades, Natividades, Asunciones, Encarnaciones, Milagros, Hipóstasis, Calvarios, Remedios; Choles, Geles, Chavas, Jomis, Juangas, Joserras, Josejoás, Magos, Totes, Margos, Rolos, Rolas, Molcas, Mellos, Morrongos, Alex, Charos, Chabes, Manús, Lumis, Luismis, Paus, Pats y Petitlarús... ¿Sigo con la lista? No siempre el simple nombre denota con claridad el sexo del paciente, señor. A veces ni siquiera sabemos cómo escribirlo. Hay tanta gente que bautiza a sus hijos completamente loca o borracha. Nuestro trabajo no es tan fácil como parece allá afuera, señor.
Nuestro Pepe no tenía 42 años, pero si ya en el lujoso servicio médico se alzaban las contradicciones sobre la edad, se imponía la política de examinar a todos los Pepes García sin discriminación ni conmiseración alguna. Acepté pues a este Pepe García. La enfermera me exigió entonces con semblante de jaque mate:
—Documentos que comprueben el parentesco.
No alcancé a entregarle otro billete, porque la gente ya había recogido el dinero del suelo, y volvía a volcarse sobre la ventanilla de información. De repente me vi desplazado hasta la periferia del motín de gente que compraba, con mi propio dinero, la atención de la enfermera.
Preferí empezar de nuevo en otro hospital. Siempre me han gustado los principios limpios y frescos. Seguí, con mayor rapidez y eficacia, la táctica anterior. Escogí al tercer Pepe García mencionado —siempre me ha gustado el número 3, acaso por sagrado y cabalístico, como dicen—, y cuando escuché: “Pepe García, dos semanas con hipo”, de inmediato extendí un gran billete, para evitarme la exigencia de documentos. Llegué así, finalmente, con cierta sonrisa triunfadora de un gambito de caballo bien ejecutado, a una sala real con un Pepe García verdadero.
No era el mío, claro, pero me produjo no sé cuántas dudas y desazón encontrarlo muy parecido, casi igualito, a ¿quién...? Me quedé silencioso unos minutos, tratando de recordar, preguntándome si entre tanta confusión no se me habrían mezclado en la memoria los rasgos de toda la gente conocida, como en esos sueños en los que el tío tiene la nariz de la cuñada pero habla como el abuelo, y entonces el ajeno Pepe García (¡pero claro, se parecía al arzobispo de Guadalajara, pero después de una cruda mezcalera!), ya desahuciado por la ciencia, suspendió un poco el recurso tradicional al que había terminado por acudir —tratar de beber al revés un vaso de agua—, y me dijo como entre burbujas:
—Soy Pep-e Gar-ciií-aa de la Aven-iiid-a Cuaaa-trooo.
Yo sabía que la Guía Roji contiene incontables y kilométricas Avenidas 4, como para intentar una búsqueda efectiva de sus parientes exactos. Y hasta se me ocurrió si, a tales alturas, no daría lo mismo ayudar a este Pepe García en nombre de aquél, y rescatarlo y llevarlo al barrio, de modo que lo hecho en favor de cualquiera de sus especímenes revirtiera en beneficios para la especie universal de los Pepes García. Tengo esa superstición de la caridad: cuando alguna persona querida, o yo mismo, padece alguna necesidad sin solución aparente, doy pequeñas limosnas o hago favores sencillos a extraños, esperando así que, en retribución, algún desconocido, como por lotería, llegue con el socorro que yo o los míos ansiamos.
Pero no era tiempo de tácticas conjeturales ni de experimentos aleatorios, y seguí mi ingrato camino por varios hospitales. Finalmente:
—Pepe García, fractura cráneo, sala 4-B-3-CCC-76. No puede ser visitado. Urge autorización deudos. Operación riesgosa. Cada minuto perdido aumenta posibilidades funesto desenlace —me espetó la enfermera como un ángel de los telégrafos.
Dejé mi último billete sólido, autorizando la operación, y volví derrotado a la pollería. ¡Y a quién me voy encontrando! A mi mismísimo Pepe García, echándose unas chelas. Todo sanote y chapeteado el jijo de toda la que ustedes ya saben, dicho sea con respeto. (Porque entre mexicanos las mentadas se valen, pero sólo las mentadas con respeto.) Entonces me expliqué por qué el teléfono de la pollería no respondía a mis llamadas de auxilio desde los raros teléfonos públicos en funcionamiento de las salas de espera de los hospitales: los vecinos seguían haciendo cola en el teléfono de la pollería para comunicar a parientes y conocidos la feliz noticia del regreso sano y salvo de Pepe García al hogar, en medio de la fiesta más animada. ¡Ya, que sea menos, pensé para mí: ni que el pinche Pepe fuera un campeón de box ni un astro goleador!
Lo que más me encabronó fue que el matemáticamente exacto Pepe García casi escupió la cerveza, en un ataque de risa, al verme llegar todo apesadumbrado.
—Si uno no se muere con tanta facilidad, hombre —me dijo el muy cínico— ¿Por qué apurarse? Hay suelo para todos.
Había sufrido un ataque de sarpullido idéntico al Mal de Pont-l’Évêque, me contó. Él sabía todo acerca del Mal de Pont-l’Evêque gracias a la Enciclopedia Total de la Salud, en fascículos. Y cuando iba caminando por el Circuito Patriarca Pérez, a la altura de la Glorieta del Padre Pro, Colonia las Once Mil Vírgenes, empezó a sentir comezón.
Una comezón terrible que, igualito al Mal de Pont-l’Evêque, empezaba por los tobillos, y subía, subía; se encarnizaba sobre todo en las coyunturas. Cuando llegaba al ombligo, la comezón se volvía tan insoportable que un famoso obispo de Toulouse de tanto rascarse terminó arrancándose el ombligo con las uñas, tirado boca arriba sobre un puente, de donde el nombre famoso. El ponlebec. Y cuando la comezón llegaba al cuello, el paciente moría, granoso y amoratado.
Aterrado ante la perspectiva de la comezón en la barriga (no quiso ni siquiera pensar en el cuello), huyendo del destino de tan famoso obispo, pidió a una anciana transeúnte piadosa (mientras él no cesaba de rascarse, pero como ciempiés, por todas partes al mismo tiempo) que llamara al lujoso servicio médico, cuando apenas le escocían las pantorrillas. (Supongo que la confusión surgió como efecto del juego del teléfono descompuesto: en voz de una piadosa dama vetusta, un joven en desgracia se vuelve jovencito, pobrecito, criaturita, niño...)
Pero, en fin, desesperado, corrió a una farmacia, con la esperanza de que dispusiera de algún remedio contra el Mal de Pont-l’Evêque, descubierto e industrializado después de la última edición de la Enciclopedia Total de la Salud, fascículo 7, que lo clasificaba como incurable; pero ese fascículo apenas era de mayo y ya estábamos a más de la mitad de agosto. (Por ejemplo: Ponlebekón Balsámico, o Ponlebekón 300 Copyright). Aterró tanto al boticario, con sus gestos de loco y sus gritos de “¡Me dio el ponlebec, cúreme el ponlebec antes de que me llegue al ombligo!”, que sin más le inyectó un calmante. Inmisericorde diazepamazo. Y no sólo se calmó nuestro único Pepe García, sino que el sarpullido desapareció por arte de magia.
—El mal era nervioso. Se trataba sólo de una muina —me dijo Pepe García, como un maestro de primaria que explica que base por altura sobre dos etcétera—; eso nos pasa por confiar en las tecnologías extranjeras, en lugar de la farmacopea tradicional. Con un tecito de hojas de tejocote...
—¡Y dónde ibas a encontrar un tecito de hojas de tejocote en pleno Circuito Patriarca Pérez, a la altura de la Glorieta del Padre Pro, Colonia las Once Mil Vírgenes, pinche Pepe! ¡Y qué muina ni qué nada, seguro te almorzaste tus buenos camarones en plena calle, en un puesto ambulante, cabrón, y aquí todo el barrio, con el alma en un hilo!
Y volví a sentirme como en medio de un sueño, porque lo normal es enfermarse y morirse solo, sin que nadie dé un quinto por ayudarte, ¿no? Así ocurre en el mero deshumanizado Defe. Y no con tanta gente llorando, telefoneando, chismeando y celebrando con cervezas.
No: Pepe me juraba que se había almorzado simples gorditas de chicharrón, allá por la Cerrada de los Mártires de Tlaxcala. Pero él había creído que se moría. Luego, una vez repuesto y tranquilo, olvidó por completo la pesadilla, el Mal de Pont-l’Evêque y el lujoso servicio médico y recobró, ya sin comezón, su muina. Y no pensó sino en su muina: lo acababan de transar a lo feo en una gran compañía dizque muy decente, así: gran edificio de varios pisos con su letrerote luminoso, y enormes ventanales, y plantas artificiales, y secretarias preciosas, güeritas...
—De ojos verdes, seguramente: verde color camellón del D. F. Y tupidas pestañas de aguacero.
Se negó a atender a mi ironía. Prosiguió: no sólo no le querían pagar sino que ni siquiera le reconocían unos trabajos de electricidad chidísimos, bien profesionales, que había hecho durante dos semanas en los pisos 22 y 23, de diez de la mañana a seis de la tarde, y además le habían robado sus herramientas. Todas. Y varios fascículos de la Enciclopedia Total de la Salud que había dejado en su maletín. Que cuál trabajo de electricidad, que cuáles herramientas, que cuáles pisos 22 y 23, que cual Enciclopedia Total de la Salud, que cuál Pepe García. Ahí sí que no conocían a ningún Pepe García sobre el planeta.
Gritó, insultó, fue desalojado por agentes de seguridad, caminó furioso unas calles, pero como energúmeno —y menos a causa del delito que de su honor herido como ser humano, no en cuanto individuo, sino como especie: ¡que la especie humana tuviera gente así! (Ni modo, Pepe: sólo la especie humana tiene gente así, o... gente de otra manera)—, hasta que, como los males siempre vienen juntos, zas: las ronchas de la enfermedad mortal. El ponlebec o el ponle B.
Pero una vez restablecido, fue cívicamente a levantar su denuncia ante la policía, no porque buscara venganza, sino por obligación cívica, pues cuando cualquier delito o irregularidad queda suelta, sin su respectiva corrección, destruye la armonía universal, decía el místico Pepe García, y permanece como ánima en pena, aullando en todos los intersticios —”intersitios”, corrige Pepe, pues son los espacios que están entre lugares, entre sitios— de la sociedad. Defeño pero búdico, el Pepe. Sospeché que debajo de su cama atesoraba una colección de la Enciclopedia Total de los Grandes Iniciados, en fascículos.
—De modo que no había que localizarte entre los chorrocientos mil Pepes García de Locatel, sino más bien entre el titipuchal de Pepes García demandantes de justicia de la ciudad. De plano me la pones peor, pinche Pepe —dije yo.

4
De pronto me sorprendí ya relajado, perdonándole a Pepe todos los líos que me había hecho pasar. Les comenté a algunos vecinos que, bueno, así de suertudo era Pepe, con tamaño angelote: hiciera las locuras y barrabasadas que hiciera, todo mundo le perdonaba todo. Era el Pepe García más cabrón y más misteriosamente querido de todo el Distrito Federal.
Entonces vino lo peor. La gente me ponía tales ojotes cuando yo hablaba de perdonarle, tolerarle, aguantarle o querer misteriosamente a Pepe García, a pesar de sus locuras. ¿”Locuras, cabrón, perdonar, barrabasadas, tolerar, aguantar”? ¡Si quien nos debía perdonar todo a nosotros era él, el mismísmo Pepe García!
—¿Pero estamos hablando del mismo Pepe García?
—Pues de cuál otro.
Así supe que para esa gente no existía otro Pepe García en el universo. Que había ayudado en la construcción de la casita de María Garza, y sacado del vicio del alcohol a Pedro López, y que tantas veces había dado y prestado dinero a viudas y compadres: a todo se acomedía sin mirar el bien propio. Mi amigo de infancia Pepe García se traía entre manos toda una carrera secreta de filántropo, como un escondido san Martín de Porres de Contreras. Ya sólo me faltaba que, además, realizara milagros, y que pronto me tocara buscarlo entre los cientos de san Pepes García que deben atiborrar el Calendario del más antiguo Galván.
Es más, tuve ora sí que humillarme, ora sí que poner la frente en el polvo, al recordar aquella vez, de chico, que me perseguía a pedradas la banda del Parque de la Primera Dama, ¿pues quién me salvó? El todo magullado Pepe García. ¿Y quién me prestó dinero en tales y cuales ocasiones? Pues el filántropo secreto. ¿Y otras veces que no va con mi honor, je, de oficinista decente y padre de familia próspero, o viceversa, relatar?, pues el san Martín de Porres de Contreras. Pero como eran cosas de Pepe el Loco, el Insignificante, pues como que se borraban, ¿no? Se perdían en la niebla de las locuras, puntadas y barrabasadas de Pepe García.
Se develó también entonces el enigma de su soltería, porque para entonces ya se destacaba como uno de los poquitos de mis amigos que no sentaban cabeza todavía. Éste no es el tema de mi relato, pero no les voy a dejar la idea de que se trataba de cosas de santidad o misticismo: simplemente sabiduría. De casualidad escuché el secreto bisbiseado por una comadre: Andaba con una señora de mal ver y peor fama, ya jamona (pero, claro, güerota y de ojos verdes, con tupidas pestañotas de aguacero), que además tenía hartos hijos, y vivía a media cuadra de la pollería.
La mamá de Pepe no la podía ni ver: que vieja ya vivida, que se metiera con rucos de su edad y no anduviera pervirtiendo chamacos etcétera. ¡Chamacos! Además, esa señora ya estaba cansada de parir y las malas lenguas decían que hasta se había amarrado las tripas para seguirle dando el vuelo a la hilacha sin problemas. De modo que ni siquiera iba a tener hijos de Pepe, ¡y se iba a perder el apellido García! ¡Se comunica al universo entero que por culpa de Pepe, el apellido García queda extinto!
Esa güerota jamona de ojos verdes era la cruz de la mamá de Pepe. Entonces él, discreta y salomónicamente, manejaba con placas de soltero para cumplir con ambas damas inconciliables.
La mujer de Pepe no se apareció durante el revuelo. Me la imagino en una posición de investigadora más difícil aun que la mía, indagando a señas, como en película muda, por el destino de un Pepe García cuyo nombre le estaba vedado pronunciar en público. Y preguntar por alguien en un hospital o en alguna oficina es pronunciar un nombre en público, y eso no lo podía hacer: los juramentos solemnes son juramentos solemnes. Preguntaría con señas. O se iría a parar toda muda a la puerta de los hospitales, por si de chiripa veía algo. Era tan oficialmente inexistente, que nadie pensó en ella como la Misteriosa Dama de Voz Vetusta que había llamado al servicio médico plus, lo que de cualquier modo evitó conflictos inútiles. A lo mejor la güerota ni siquiera se enteró del drama, sino hasta después, entre risas, en la secreta alcoba. Pepe García tampoco habla de ella a nadie, jamás. Pasará a la historia como la Güerota X1 de Pepe García, a secas. (Bueno, tal vez la Güerota X1, pues de alguna manera habrá que distinguirla entre todas las güeras de ojos verdes que fatalmente fascinan a Pepe García.)
Pinche ingrato mal amigo de Pepe García que he sido, me dije. Y me propuse, ahora sí, tomarlo en serio. Lo acompañé de inmediato con las cervezas. Nos fuimos quedando solos, en una casa ajena.
—No te vayas, Pepe, quédate aquí. Ésta es tu casa. Ahí les dejo un taco sobre la estufa por si les da hambre, y ya mandé por otras cervecitas. Dios los cuide, muchachos —nos dijo la dueña de la casa, destacada partidaria de Pepe García, antes de irse a dormir.
Después de medianoche conocí sus mayores preocupaciones. La peor no era el Mal de Pont-L’Evêque, sino la sabiduría. La “sabiduría profunda”, como dice (luego me cuentas de la “sabiduría superficial”, Pepe). Me habló de libros. Yo sospeché que si se trataba verdaderamente de libros, y no de folletos o cómics, no los había leído él mismo: ya ven que no pudo ni con los libros de texto de la preparatoria, y no llegó a oficinista; sino que se los habían platicado, o se trataba de cosas que vomitaban los locutores de los programas de radio: a todos los, je, comunicadores, les da por la esoteria cuando no hay partido de futbol reciente. Y Pepe tenía el vicio, desde pequeño, de creer todo lo que oía. Le decías cualquier babosada, y ya la estaba creyendo. Pero recordé mi juramento de tomar en serio, ahora sí, a mi también benefactor Pepe García. Fui todo orejas: supe que le preocupaba la reencarnación.
Su angustia era más o menos la siguiente:
—Si hoy en día eres hombre, por malo que ahora seas, se debe a que en tus reencarnaciones anteriores no te portaste tan mal, pues de otro modo te habrías convertido en serpiente o araña, que es en lo que reencarnan los malos —me decía—. Pero eso no significa que en todas las reencarnaciones anteriores hayas sido bueno. A lo mejor alguna vez fuiste otro ser humano, atroz, y reencarnaste en una tarántula sufrida que te volvió a dar un destino humano, gracias a su buena conducta y a sus sufrimientos, ¿no? Eres ahora hombre y bueno gracias a la virtud de una tarántula sufrida, en cuya recompensa te has convertido. Entonces... ¿dónde está el bien, dónde está el mal?
—No lo sé, mi Aristopepe García.
—Bueno: el problema está en que todas las reencarnaciones, todas, siguen con uno, en uno, como memoria espiritual, así como dicen que hay “memoria genética”; y a veces toman el dominio total de tu persona. Por eso el más perverso se vuelve bueno de pronto, porque lo dominan por momentos los ángeles, por así decirlo, que fue en otro tiempo. Y al bueno le salen a ratos el asesino y el ladrón y el pelandrujo que también fue en la eternidad anterior, ¿no?
Total, y aquí termino, muchachos: a Pepe García le daba miedo que todos los malos hombres y malas bestias que él probablemente había sido durante toda la eternidad de repente lo tomaran por asalto.
A veces sentía esos llamados. Y ni los curas, ni los santos, ni la Virgen servían para combatirlos, porque todos los católicos estaban muy cerrados ante la sabiduría de la reencarnación. Y él ya de plano no sabía a quién acudir.
Pepe García siguió ayudando a todo mundo, y luego volvió a endrogar a su familia y a tres o cuatro vecinos en un proyecto aún más costoso que el del lujoso servicio médico, que le vendió otra güerita de ojos verdes.
—Muchos ojos verdes en tus reencarnaciones, Pepe.
Se afilió a una secta, llamada La Puerta Dorada, para conocer la profundidad del ser humano, decía, y entrar en contacto con otros iniciados que pudieran auxiliarlo en momentos de probable tribulación. De vez en cuando deja por debajo de mi puerta algunos folletitos, algunos amuletos. Una de sus creencias es que, por esa vía, el individuo se disuelve y se integra al cosmos. Se pierde la pesada singularidad de ser Pepe García. Buena parte del barrio está siguiendo sus pasos.

LA PRIMA TRINI
Para Alejandro Meneses

1
Me había olvidado por completo de mi pueblo. Estoy tan integrado a la Ciudad de México que siento como si hubiera nacido aquí. Pero nací en las afueras deshilachadas de un pueblo seco y casi anónimo donde no pasaba nada: calles vacías, tiendas vacías, y estudié en su única aula para los veinte chamacos mugrientos que cursábamos los diversos grados de primaria.
Quedé huérfano antes de aprender a hablar, pero con mucha familia: sobre todo mujeres. Los hombres desaparecían rumbo a la capital o a los Estados Unidos. Quedaban muchas tías y primas, entre las que me fui criando, ahora en una casa, ahora en otra, haciéndola de mandadero o de cargador en el mercado, o prestándoles infinidad de menudos servicios a cambio de su amparo.
No es tan tormentoso ser huérfano como aparece en las telenovelas. El chico madura antes, se ve obligado a pensar y actuar por sí mismo, y goza de pequeñas libertades o ambiciones que no suelen conocer los hijos de familia: como la de largarse un buen día a trabajar y estudiar la secundaria a la Ciudad de México, con apenas el modesto apoyo inicial de una colecta entre las primas y las tías. No existían muchas raíces profundas que cortar.
Tuve suerte en la ciudad y me olvidé del pueblo. Al principio les escribía a menudo, y las visitaba una vez por año; luego sólo les enviaba tarjetas de navidad. Luego nada. Ellas también me fueron olvidando un poco: cada año les nacían más hijos, primos y sobrinos que atender.
Pero hace unas semanas me llamó la prima Trini. Larga distancia por cobrar, desde la farmacia del pueblo. Que el gobierno andaba construyendo una gran carretera que iba a pasar por encima de buena parte del panteón municipal. Estaban cambiando el panteón a otra parte, y cada quien debía ir a exhumar los restos de sus parientes más cercanos y mudarlos al nuevo, muy moderno, con jardines, fuentes y altos muros para minicriptas.
La prima Trini no podía encargarse de la populosa familia que teníamos en el panteón, sólo de algunos de los parientes más cercanos. Me pedía que fuera yo a recoger los restos de mis padres, y que en lo posible cooperara para el traslado de tantos tíos abuelos y bisabuelos de los que nadie se acordaba ya, más que de nombre, pero que se amontonaban en una docena de “perpetuidades” vecinas. No le parecía justo que fueran a dar a una fosa común, ellos, los más antiguos, los olvidados, que habían sido precisamente los compradores de las perpetuidades que disfrutó toda la enorme familia por cuatro o cinco generaciones. Casi un siglo. Pero todo se acaba, por lo visto, hasta lo “perpetuo”.
Hace cuarenta años escapé del pueblo en tren, con mi ropa en una caja de cartón. Era un trayecto directo a la Ciudad de México, aunque duraba horas y a cada rato parecía que iban a destartalarse los vagones oxidados. Mis ojos estaban llenos de esperanza, y miré por la ventanilla cómo, después de dos o tres horas, desaparecían los llanos monótonos de zacate, la terca aridez de las serranías, y aparecían las verdes granjas, los ranchos cercados, los poblados modernos, las fábricas, las ciudades.
Recuerdo las escenas de campo de ese viaje más que otra cosa en la vida. Ahora sencillamente tomé el avión a Zacatecas, y luego, en una conexión anacrónica, un autobús guajolotero, tan ruinoso y traqueteante como aquel tren, que iba subiendo y bajando campesinos de todo tipo en pueblos y rancherías.
Alcancé finalmente a ver los trabajos, los socavones, las montañas de arena, las grandes máquinas amarillas, de la nueva carretera que se iba acercando irremisiblemente al panteón de mis mayores. Llevaba en una maleta infinidad de chucherías para mujeres. No sabía a cuántas tías y primas habría de visitar.
El pueblo mostraba dispersas y borrosas señales de progreso. Al apearme del autobús vi un enmarañado, improvisado cableado eléctrico. Descubrí antenas de televisión en tienditas y pollerías, hasta en alguna casa. Las principales calles estaban enchapopotadas y sentí como que los pies se hundían y se pegaban un poco en esa especie de colchoneta negruzca y brillante, por la que circulaban puras carcachas.
Había varios esqueletos de automóvil estacionados por ahí, de los que a la buena de Dios se irían tomando partes para quién sabía qué usos. ¿Un espejo retrovisor se encontraría ahora instalado en un coqueto tocador de quinceañera? ¿Las llantas convertidas en columpios, los tapones en charolas? ¿Algunas partes de la carrocería se habrían vuelto remiendos en las chozas techadas con lámina?
Visité ante todo la iglesita espantosa (moderna, con “arreglos globales” —grupos de globos de colores, pues—, en lugar de florales, sobre el altar; y dibujos de El Buen Pastor, con su cayado y sus ovejas, y de El Ciervo Herido, o sea Bambi, completamente inspirados en Walt Disney.) El evangelio y los salmos en su insolente simplicidad de cartoons.
La placita tenía su media docena de árboles enfermos y sus columpios chirriantes, como siempre. Deglutí como pude alguno de los dulces de leche quemada, manjar de mi infancia, que vendían una especie de mendigos en la acera del Palacio Municipal.
Y entré a ver al munícipe, un compadre desconocido pero también, como lo descubrimos después de una media hora de genealogías, un poco pariente. Amable, huevón, cinicazo. Calcetines transparentes; chorros de loción vetiver. Le tuve envidia.
Se encontraba completamente feliz en su pueblo inútil; su exiguo salario municipal, más algunas igualmente módicas exacciones a trasmano, le permitían tener su casita en forma en el centro, y sus dos o tres casas chicas por ahí. Le gustaban el dominó, la televisión (que ocupaba el lugar de honor en su oficina) y las borracheras del domingo, después del partido. Se jugaba futbol en el llano de la escuela, que ya tenía dos aulas y dos maestros para los seis grados de primaria. “Más vale ser cabeza de ratón que cola de león”, como decía mi tía Maruca. Mi primo era toda una personalidad en el pueblo.
—¡Apenas llegas a tiempo, primo! ¡Los ingenieros tienen prisa! ¿Qué crees que me aconsejaron? Que no le avisara a nadie. ¿Para qué alborotar a la gente? Dejar que pasara la supercarretera sobre los muertos, como una especie de lápida general...
Pantalón entallado bajo la barriga incipiente. Dos tallas de menos. Ni siquiera así se le notaban las nalgas. Seguro ejercía de Adonis local. ¿Usaría tangas caladas? Los botas de supuesta piel de víbora, brillantísimas. Por lo pronto, varias cadenillas de oro con medallitas de santos y signos zodiacales.
—Y ojalá les hubiera hecho caso. No sabes el revuelo que se ha armado. ¡Hay tanta gente sin un peso en la bolsa pero con veinte esqueletos en su “perpetuidad”...!
Los retratos del gobernador y del presidente, detrás de su escritorio. Una bandera nacional, en su aparador vertical, en un rincón. Un vistoso díptico de fotos sobre el estante: su boda, sus bebés.
—Se están haciendo rebajas hasta del 50 por ciento en los gastos de reinhumación para la gente, digo los difuntitos, que tenían perpetuidades. Pero ni eso pueden pagar. O no quieren... Además, son reabusivos. Hay tumbas en las que se encontraron ¡treinta! esqueletos. No se acababa de pudrir un cadáver, cuando le estaban apiñando otro en el mismo agujero. ¡Hasta treinta!
Ademanes estudiadamente francos, norteños. Al presidente municipal la daba gusto hablar con personas ilustradas, de la capital; tanto mejor si resultaban parientes. Pronto nos veríamos en el Distrito Federal, cuando llegara a diputado.
—“Haga el hoyo más hondo”, nomás le decían al sepulturero. Como quien dice: rásquele más que todos caben... hasta el mero centro de la tierra.

2
Revisamos el registro de perpetuidades. Me alarmé. Mi diligente prima Trini había ido a avisar que su “primo de México” vendría al rescate de los difuntos familiares, ¡pero había palomeado como cincuenta! Chávez, Godínez, García, Bernal. Y aun con el cincuenta por ciento de descuento a los “perpetuos”, los costos de incineración, criptas, tumbas, exhumación y reinhumación resultaban los mismos en ese perdido pueblo de las serranías que en un cementerio de mediana categoría de la capital.
Me escandalizó lo que me parecía avaricia de la prima Trini. En mi infancia su madre figuraba como la parienta rica: poseía animales, puestos en el mercado, un camión de carga, una casa grande, en forma, con dos pisos, patio, huerta y corral. Yo era el huerfanito, el arrimadito. Pero, bueno, a final de cuentas la madre de Trini, la tía Maruca, se había erigido en mi principal benefactora durante mi orfandad; me había tenido viviendo con ella dos o tres años, me compraba ropa y juguetes. ¿Había llegado el momento de pagar? ¡Pero tanto de golpe! ¿Y de veras todo ese medio centenar de Bernales, Garcías, Godínez o Chávez eran parientes cercanos? Porque parientes más o menos distantes pues todos en el pueblo lo éramos.
Ordené de inmediato la mudanza de mis padres, de los abuelos y de dos tías cuyos nombres reconocí (¡incluso el de la tía Maruca!). Se trataba pues de una suma considerable.
—Ya veremos con la prima Trini a quiénes más salvamos —dije—. Me gustaría visitar la tumba de mis padres, antes de que la abran.
Recordaba una tumba sencilla. Simplemente una cruz de madera, una laminita cuadrada con sus nombres y fechas, y un jardín mínimo a manera de lápida, que las primas y las tías tenían siempre fresco. Eran devotas de los muertos, y solían irles rezando a todos, tumba por tumba, como en viacrucis. Desyerbaban las tumbas, sembraban plantas resistentes.
—Lo único es... que no se va a poder —dijo filosóficamente el munícipe—, porque ya preparamos esa zona desde hace dos meses. Los ingenieros tienen prisa. La supercarretera viene por La Consentida (un almacén de forraje a la entrada del pueblo), y nos amenazaron con que iban a echar pavimento sobre el terreno, con muertos o sin muertos. Pero ya tenemos a los difuntos bien clasificaditos.
El primo munícipe era cada vez más amable. Seguramente ya había calculado cuántos pesos podía exprimirme, o al menos conseguir que le invitara unas buenas horas de borrachera, con el pretexto de recordar seres y tiempos idos. ¡Y quién sabe! Podría necesitar ayuda cuando se instalara en la capital, como diputado.
—¡Quiero ver los restos! —exigí con brusquedad.
—¡Pues lo único es que... eso tampoco se va a poder, primo!, porque están encerraditos... y quién sabe dónde ande el cabrón de Cipriano.
Claro que me acordaba del cabrón de Cipriano. Un renco hosco y bigotón, siempre colorado de tanto solazo, de quien se decían cosas terribles: que enterraba a trasmano, sin conocimiento del Ministerio Público, a algunos asesinaditos; que extraía los dientes de oro, incluso de cadáveres recientes, y se los vendía a los joyeros de Zacatecas; con ese dinero compraba a casadas en apuros económicos y hasta a niñitos, y les hacía cochinadas en la propia capilla del panteón; que poseído por la mariguana y el aguardiente hablaba con el diablo, a gritos, por la noche, entre las tumbas. Nada más faltaba que recitase “El ánima de Sayula”.
Todas las generaciones de chiquillos, supongo, han tenido a dos o tres valientes que se escapan de casa en la madrugada para espiar al cabrón de Cipriano. Con quien había que quedar bien a cualquier costo, pues podía secretamente vengarse de tal o cual familia en la oscuridad de la noche, en los restos de los parientes difuntos. Toda la confianza del pueblo respecto a sus muertos estaba depositada en él.
Me imaginé al munícipe y al enterrador, coludidos, en su gran negocio de restos de tumbas: angelitos de yeso sin un ala; Inmaculadas de falso mármol, degolladas; pedazos de cruz, de columnitas, de guirnaldas, de jarrones y jardineras.
Seguramente algunos pueblos vecinos pronto lucirían en masa, remendados y remozados, los restos decorativos de nuestro panteón viejo.
El cabrón de Cipriano siempre se ha sabido de memoria qué tumbas cuentan todavía con deudos, y cuáles ya han sido abandonadas al polvo y al olvido. Probablemente desde muchos años atrás saqueaba y vaciaba las tumbas olvidadas. Por fortuna, primas como Trini velaban por la docena de nuestras perpetuidades.
—Pues lo único es que... hay que buscar al cabrón de Cipriano —le exigí, con sorna—; ahí, con cualquier chamaco. Total, en este pueblo nadie nunca anda muy lejos... —Y para suavizar la conversación—: Mientras nos echamos una cervecita.
Supe, al estar diciendo estas palabras, que en un minuto Cipriano podría ensamblar seis esqueletos, con cualquier tipo de huesos, y vendérmelos como los de mis papás, mis abuelos y mis tías. Intenté presionar al munícipe mediante la codicia:
—¿Y no sabrás de una casita, de un terrenito por aquí, que no sea muy caro? Ya estoy harto de la capital. Uno anda siempre aterrado con tanto delincuente, y la contaminación. Además en la capital nadie lo conoce a uno, se anda solo entre multitudes. Anda uno como sin raíces, al capricho del viento. A veces se me antoja volver al terruño, arraigarme en mis orígenes y vivir modestamente de mis ahorritos.
Con cierta envidia vi los gestos grandilocuentes con que paladeaba su cerveza Pacífico, como si no hubiera mejor gustador de cerveza en el mundo. La ostentosa virilidad con que se limpió la espuma que se le había pegado hasta en las narices. La mirada autocomplacida y fulgurante con que se dijo: “A este inocente lo desplumo de tantos o cuantos miles de pesos”.
—Uh Uh Uh... pues hay varias. Pero no vayas a comprar nada sin consultarme, primo. Muchas propiedades están intestadas o hechas un lío burocrático, o con hipotecas. Yo te consigo una muy buena, baratita, en orden.
—Desde luego te tocaría una buena comisión, primo.
—Desde luego, primo.
El chamaco regresó. Que el cabrón de Cipriano estaba en el panteón viejo, y que mejor lo fuéramos a buscar allá porque no iba a descuidar su trabajo por pendejadas.
—Poco respeto hacia la autoridad municipal, primo.
—Ya conoces a Cipriano. Además ya anda en las últimas. Casi sordo, casi ciego. Ojalá nos dure siquiera para acabar de desenterrar a todos los difuntitos, ¿porque dónde consigues otro sepulturero? Cipriano nomás porque nació en el propio panteón, a lo mejor ahí mismo lo concibieron, y aprendió el oficio de su padre. Y ahí a trasmano hace crecer sus hortalizas, bien abonadas...
Y efectivamente, el viejo panteón parecía un campo de batalla, lleno de agujeros como trincheras. Vi unas pilas de esqueletos al aire libre, bajo los pirules: los que acababa de desenterrar.
—¡Ánimo, ya te faltan pocos, Cipriano! —dijo el munícipe.
Apenas una cuarta parte del panteón permanecía intocada.
—¡Que va! ¡No se terminan nunca! Abres cada hoyo y te encuentras un titipuchal de finados, como en madriguera.
—Aquí el licenciado, mi primo, quiere ver los restos de unas tumbas de los García, los Godínez, los Bernal y los Chávez. Los de la señora Trini pues.
—¿Verlos? ¿Qué, desconfía de mi?
—Para nada, don Cipriano. Pero en fin, los padres de uno son los padres de uno. La sangre obliga.
—Pues será otro día porque ahorita tengo mucho trabajo.
Un poco de dinero y un gesto del munícipe decidieron al cabrón de Cipriano a meterse en la capilla del panteón, que tenía convertida en pudridero y osario. Me confortó un poco que se tardara más de media hora. Si se trataba de defraudarme con unos esqueletos al aventón habría necesitado apenas unos minutos. Pero se tomó su tiempo.
Regresó. Nos hizo entrar. La oscura capilla abandonada apestaba a albañal. Huesos mondos como de piedra, cartón o madera, junto a otros informes, con adherencias de tejidos como harapos, y algunos semipodridos que todavía no se acababan de secar. Y algunos costalitos nauseabundos con trozos ínfimos o polvo.
Advertí con cierto consuelo que muchos esqueletos (pero no todos) tenían amarrada una etiqueta en el fémur o en las costillas, pero también descubrí de reojo, en los rincones, montones de cráneos y pedacería varia. ¿De veras estaría yo afanándome por el eterno descanso de los huesos de los míos, o por un azaroso ensamblaje de vecinos enigmáticos? ¿Qué caso tenía entonces trasladarlos al panteón nuevo?
—¿Y qué van a ser con los finados que nadie reclame?
—¡Uta, son la mayoría! —respondió el edil—. El cura no quiere la incineración. Que por aquí sobra terreno baldío. Y que no es muy cristiano eso de andar quemando huesos con tanta facilidad y en masa, dice; y que, además, cualquier día puede llegar un deudo: ¿y qué le enseñamos? Ni modo: tendrán que apretarse en la fosa común. Eso sí, con su misa de tres ministros y todo.
—Por fortuna la señora Trini me avisó de estas tumbas. Así que les puse empeño especial —tartamudeó don Cipriano, algo diabólico y cadavérico él mismo, mimetizado con su material de trabajo, con sus ojos medio nublados bajo los párpados carnosos.
Estaba como encogido y contrahecho: apenas lo reconocí por el bigotón en escobeta de siempre, completamente cano, pero amarillento de tabaco, y el pie renco, con su zapatote ortopédico parecido a un adobe.
—Por ahora nada más estos seis —decidí finalmente—. Ya Trini les dirá luego qué otros.
—Pero no hay mucho tiempo: la supercarretera se nos viene encima.

3
Del panteón nuevo no vi sino un llano cercado de alambre de púas: una docena de tumbas muy recientes, sin lápida todavía; un muro como estante vacío, lleno de huecos para minicriptas. Y dibujos de cómo imaginaban que quedaría. Parecía algo babilónico.
Pagué con cheque. Tuve que entregar en efectivo una especie de multa al munícipe, pues no hay banco en el pueblo y tendría que mandarlo cobrar a la ciudad más cercana. Al cabrón de Cipriano también le dejé su buena propina, con la amenaza de que la prima Trini vigilaría su trabajo, y yo mismo, cuando regresara semanas más tarde.
Visitamos el munícipe y yo tres o cuatro casonas, de las mejorcitas, cuyos dueños estaban más que interesados en venderlas al instante y largarse a cualquier otro pueblo.
Una de ellas, parcelada, deformada, convertida en vecindad y carbonería, era aquella finca que me parecía lujosísima, donde yo había vivido dos o tres años al amparo de la tía Maruca y donde había jugado a los novios con la prima Trini.
—¿Pues no sabes lo que pasó a la muerte de doña Maruca? —me dijo el remoto primo al notar mi azoro—. Sus siete hijos se pelearon a balazos por la herencia. Murió uno de los muchachos; el otro estuvo en la cárcel de Zacatecas unos meses, y se escapó a los Estados Unidos...
Resplandecía su rostro al hablar de violencia. En ese pueblo muerto seguro las únicas fiestas verdaderas eran las de los balazos. Se emocionaba hasta la euforia al relatarme el drama:
—Todavía sigue el juicio de intestado, aunque algunos de los hermanos ya de plano se dividieron la finca a las malas. A ver quién les va a decir que no... Y ni siquiera con ésas se tranquilizan. A ratos vuelven a balacearse, pero ya no se tiran a matar, nomás a desfigurarse un poquito... Y ya tampoco presentan denuncias. Que son cosas de familia, dicen. Allá ellos. El municipio sólo cuenta con tres gendarmes, nomás para cuidar la plaza y el Palacio Municipal. ¿Así era en tus tiempos, primo?
El precoz munícipe rozaría los treinta años. Le respondí:
—Entonces nomás había dos, y siempre estaban borrachos.
No quise preguntarle por el destino de la prima Trini, a quien me disponía a visitar poco después. No quise que su vulgaridad, su obsceno arribismo, la tocara. Me acordaba de Trini cuando era mi novia, de ocho años. Decíamos que éramos “novios nomás de juguete”, porque resultábamos primos hermanos, y los primos hermanos no pueden casarse “sin una dispensa del papa”, decía la tía Maruca. “Pero así de juguete, de juguete, sí pueden ser novios”. A lo mejor la tía Maruca me amparó, me alimentó y me vistió para que yo fuera el compañerito, la mascota de la prima Trini. Me tenía embobado. Y así, la tía evitaba que su nena se juntara con escuincles desconocidos.
Hablábamos mucho de escribirle una carta al papa cuando fuéramos mayores. Trini era la única hija viva (dos más habían muerto pequeñitas) y la consentida de la tía Maruca. Parecía que más que criarla, jugaba con ella. La tenía siempre extravagantemente vestida de princesita o de muñeca, con ropa que confeccionaba ella misma como en un delirio de fantasías.
Trini hizo su primera comunión con un atuendo de angelito tan espectacular que provocó durante años el rencor popular. Se veía preciosa, delicada, finita. “¡Pero mira qué lindura, si es un dulce!”, exclamaban las comadres. Todas las otras niñas de primera comunión llegaron nomás bañadas y estropajeadas al ahí se va, con cualquier percudido vestidito blanco y ya.
Festejamos la primera comunión de la prima Trini con una gran tamalada, a la que sólo asistió una depurada antología de sus amiguitas. Nadie podía creer la decoración del pastel, lleno de conejitos de malvavisco. Mi tía Maruca no bajaba la voz al afirmar que Trini era la única niña fina del pueblo, y que la iba a mandar a estudiar en un internado de señoritas de la capital, para que se casara con un millonario.
Curiosa la debilidad de la tía Maruca, una matrona tan dura con todos sus hijos varones y con la gente en general: una viuda famosa como avara y agiotista, por su niña-muñeca. No podía dejar de adornarla, de besuquearla. Algunos desgraciados decían que la trataba menos como hija que como mascota, como perrito fino, pues: “de los que dicen french puddle”. Sólo faltaba que la expusiera en un nicho, como al Santo Niño de Atocha.
Me despedí del primo edil, quien a cada momento borbotaba grandes proyectos inmobiliarios para mí, y me encaminé a la dirección que me había dado la prima Trini. “Es una colonia nueva, del lado del río”, me había dicho.
No encontré río alguno, sino un cauce seco y pestilente; y “la colonia” se conformaba por una centena de barracas de madera. ¡El angelito con colorete, rizos entre listones y vestidito de satén y tul; con sus pies pequeñitos y perfectos en sandalias doradas, ahí! ¡Tanto que la envidié en la infancia, como hija legítima y además favorita, dueña de un gran futuro! La princesa de los cuentos de oro.
Trini me reconoció de lejos. No son muchos los capitalinos de traje, con maleta, que se aventuran por esa “colonia nueva” cundida de perros, cerdos, pollos y chorrientos nenes encuerados.
—¡Primo, primo! —clamaba como en remedo de un episodio infantil.
Vi a través del aire borroso, como líquido, una escena irreal. Respiré hondo y pensé que también yo había cambiado. Trini debió haberme visto canoso, arrugado y flaco. Una especie de avejentado agente viajero. Cuarenta años son cuarenta años. Yo vi, contra toda verosimilitud, a una mujer gorda, colorada por el sol, desgreñada, con un vestido sucio y roto. Le faltaban varios dientes.
Apartó a gritos a los chorrientos nenes, perros, cerdos y pollos que se interponían entre nosotros y me abrazó con un furor sofocante. Un aroma rancio, acedo. Me llenó el rostro de besos mojados, incluso demasiado cerca de la boca.
—¡Primo, primo, qué gusto volverte a ver!
La vida había sido dura para ella, dijo, pero no se quejaba. Tenía cinco hijos. El mayor ya hasta le llevaba dinero. (No le tocaba a ella saber cómo lo obtenía, supongo.) No, no del mismo marido: de varios. Se había casado más o menos bien con un fuereño ambicioso, técnico del gobierno, de la Comisión Hidráulica, pero “no nos comprendimos”, dijo con el gesto enigmático de la escena de telenovela.
Quedó desamparada y con dos chiquillos a la muerte de la tía Maruca. Sus hermanos no le hablaban: líos de la herencia: “¡Mamá siempre le dijo a todo mundo, y muchos han ido al juzgado a declarar, que la casa era para mí sola, para mí sola! ¡Y sus joyas, y sus muebles, y su dinero en el banco! ¡Mis hermanos no me dejaron ni siquiera un vestido!”. Lloró un poco sobre mi pecho.
Más tarde improvisó unas quesadillas en un brasero. Sacó de detrás de unas cajas una Coca-Cola tibia, intacta, que me tenía reservada. Y bueno: una mujer necesitada no estaba en posición de escoger quién la ayudara, ¿no? Y ¿de qué iba a vivir, si no sabía trabajar en nada, y peor con los dos primeros chiquillos?
Así fue intentando nuevos amores: con que la aceptaran con los dos niños ya era ganancia; y pariendo metódicamente hijos de otros hombres, que desaparecían, satisfechos, tras el parto. “Ninguno se ocupa de traerles ni un taco siquiera”. Pero pronto se acabaría su martirio, pues tres de sus cinco hijos eran varones, y entrarían a trabajar. El mayorcito...
Sólo las dos niñas estaban en casa: tan sucias y dejadas como la madre. Tenían las edades que le conocí a la bella Trini. Ocho, diez años. Las sacó a que se ocuparan de los perros, puercos y pollos, y pudiéramos platicar a gusto en la habitación única de la casa. Sentí como un tiempo estancado. No había nada para mañana. Sólo pasar el día de hoy como se pudiera, y sin hacerse ilusión de ningún tipo. Como animalitos, pues: comiendo lo que fuera, y echándose a dormir donde cayera. ¡Y pensar que todo en la niña Trini había sido lustre, ilusión, fantasía!
En mitad de la barraca había un enorme retrato de estudio, con marco dorado, de la tía Maruca; reconocí su grueso medallón guadalupano de oro macizo al cuello. Se decía que venía de Roma, bendito por el propio papa, y que con sólo tocarlo se ganaba indulgencia plenaria.
—Entonces pensé en ti. Ves que no estoy en posibilidades de pagar tanto en el panteón. Apenas la voy pasando con el lavado, con la costura.
Vestía niños dios y los domingos expendía carnitas al borde de la polvosa carretera vieja. Sus hijos la ayudaban.
Le dejé todos los obsequios que llevaba en la maleta. No me quedaban ganas de visitar más primas ni tías. Me despedí tan pronto como pude, con la garganta hecha un cacto, y escapé casi corriendo de mi pueblo, donde casi todos somos parientes.
Y mientras caminaba por la carretera vieja, rumbo a la parada; y en el estruendoso autobús guajolotero, sofocante en su miseria y en su atmósfera de tiempo enterrado; y durante el irreal trayecto en avión; y desde entonces hasta ahora mismo que lo escribo, no puedo concebir que esos camotes varicosos de la prima Trini fuesen las piernas del dorado angelito de primera comunión que concentra lo mejor de mi infancia.
La prima Trini era el lazo mayor con mi pueblo. La vejez me cerca y luego, los huesos. He dispuesto que me incineren, y convertirme rápidamente en polvo.
Por lo demás, también he decidido desentenderme del todo de mis muertos. “Dejad que los muertos se ocupen de los muertos”. Que no queden raíces ni simulacros de raíces.
Acabo de enviarle un giro a la prima Trini, para la salvación de más restos de nuestra populosa familia. Pero querría que se quedara con el dinero, que se comprara algunas pomadas para esas várices.
O al menos unos zapatos nuevos, porque me partió el alma ver sus pies lodosos y regordetes, hinchados, deformados, en unas chanclas que no eran sino viejos zapatos reventados, cuando me despedía en el cenagal de los cerdos que rodeaba su casa.
Por eso escucho con escepticismo cuando la gente habla de sus “raíces”. Las raíces tienen algo de enterrado, de sucio, de malsano, de podrido. ¡Tanto mejor las plantas aéreas! Me imagino que soy un huérfano entre el viento de la ciudad, sin otro origen ni mayor destino que el viento. He educado a mi hijo para que prescinda de mí. Mi ex-esposa no necesitó tal educación, y ha vuelto a casarse.
No quiero dejar tumbas ni recuerdos. Aunque a ratos sea difícil tratarme a mí mismo como brizna, como nada. Y me pregunto qué habría sido de mi vida si me hubiera quedado en el pueblo; si Trini y yo hubiéramos llegado juntos a la edad de escribirle una carta al papa, para pedirle esa “dispensa” tan mentada.
El corrido de Juan Murrieta


“Pues sí, señores,
pues sí, será:
que aquí se mueren los hombres
con mucha facilidad.”
Corrido de José Roberto y Simón
I
Mi tío Juan Murrieta fue un hombre de honra y pro, como se decía antes; un hombre a carta cabal, de los que debieran ser inmortalizados en bronce, de traje y con libro, como don Benito Juárez o san Juan Bosco.
No brilló en la política ni en los negocios, aunque consolidó la prosperidad de toda la familia, y nuestra familia es muy grande; ni realizó milagros. Ni siquiera iba mucho a misa, aunque tampoco faltaba demasiado. No se preocupaba mucho por la política, por las elecciones, si bien invariablemente votaba por el PRI, pues decía que ya era difícil soportar a un partido de bribones como para, además, soportar a los varios partidos de los mismos bribones pero también en la oposición.
Creía en la razón, en el sentido común, en la familia, en las leyes, en la moral cristiana. Desde chico, ya ve cómo somos de cábulas aquí en la Huasteca, la gente, incluso o sobre todos las mujeres, lo acusaban en broma de relamido, de creído, de cobarde, de mustio, de cura, de afeminado, de mandilón. Pero a él todo eso le hacía lo que el viento a Juárez.
Vivía exclusivamente para su trabajo y para su familia, y se juntaba con muy pocos amigos, tan pacíficos y decentes como él. Apostaban a la baraja fichas de plástico, sin dinero. Pero se veía algo raro. Yo creo que vivió antes de tiempo. Ahora, con el feminismo, sería un ideal del marido antimacho, del padre antimacho. O después de época: parecía imagen del bonachón padre modelo de la prehistoria, a veces representado en el cine por Carlos Orellana y por Joaquín Pardavé.
¿Creerán que a mi tía Casilda, que todavía está sana y fuerte, y a quien le hizo ocho hijos, la llamaba siempre “mamá” y le hablaba de usted? Llegaba a mediodía a la casa, se sentaba en la cabecera de la mesa, dirigía las oraciones de toda su enorme familia, y le preguntaba: “¿Y ahora qué nos va a dar usted de comer, mamá?”.
La tía Casilda lo tomaba un poco a broma, porque el ustedeo y el mamaseo la hacían sentirse más vieja de lo que era, pero también le hablaba de usted y de “papá”, como en las películas ambientadas en tiempos de don Porfirio. Y lo bendecía, con muchas oraciones y cruces de dedos, y beso en la frente, siempre que salía de casa, así fuera nada más a su tienda, que quedaba en la esquina.
Mucho se debieron de haber divertido, cuando tuvieron tantos hijos, pero a nosotros, los primos, más modernos, nos daba risa tanta ceremonia, tanta cursilería, hasta infantilismo. Se consentían uno a otro como bebés. “Ahora le preparé, papá, el chayotextle al axiote que tanto le gusta”. “¡Es usted una santa, mamá, que Dios se lo tenga en cuenta!”.
A veces el tío Juan fingía ya no tener apetito, y ¿creerán ustedes que entonces tía Casilda le partía el alimento, y le acercaba el tenedor o la cuchara a la boca, como a niño chiquito?: “A ver, papá, no sea melindroso: dos pedacitos más de carne y ya; pero abra bien la bocota, papá, que le voy a chorrear la corbata”.
Los primos conteníamos la risa, la reservábamos para el momento de ir con el chisme a nuestros papás, que adoraban al tío Juan Murrieta pero no dejaban de burlarse de él: “¡Qué visionudo!”, “¡Qué payasos, los dos!”; “Casilda era la más tremenda de todas las hermanas, ¡si hubieran visto lo noviera y traviesa que fue!; y mírala ahora, de santita”.
“Y de abusona”, porque todos sabíamos que el pobre tío Juan Murrieta regresaba del trabajo a ayudarla en la cocina, sobre todo cuando se trataba de postres y pasteles, que la tía cocinaba al mayoreo, para repartirlos entre familiares y vecinos, o moles, o bacalao. No era raro encontrar al tío Juan Murrieta con mandil y la nariz enharinada, o descabezando maíz para el pozole, o limpiando verdolagas y huauzontles.
Era hombre de su trabajo y de su casa. Comerciante. Nos tuvo como empleados a varios sus primos y sobrinos, o esposos de las primas y sobrinas, cuando éramos chamacos, y luego nos ayudó a poner nuestras tiendas propias. Porque era un genio estableciendo negocitos. Tenía olfato para eso. “Si sigues conmigo siempre vas estar atenido a un sueldo, Genarito, me dijo: búscate un local y yo te ayudo a poner tu changarro”. Un patriarca discreto, pues.
Invariablemente del trabajo al hogar, a jugar a la casita con la tía Casilda hasta cuando tuvo nietos. También jugaba mucho con sus hijas, quienes lo adoraban pero a ratos se desesperaban de que las tuviera como monjitas: nada de salir a la calle más que en compañía de adultos de confianza (siempre parientes), ni de poner discos o el radio a todo volumen, ni de vestirse “como pizpiretas de la televisión: ¡Calmadas, mis niñas, pórtense como niñas!, ¿qué no les da gusto ser niñas?”
Claro que no: querían jugar a vampiresitas, como sus compañeras de escuela. Pero hacían pocos berrinches: el tío Juan Murrieta les cumplía todos los gustos pacíficos y decentes, las mimaba hasta con ceremonia y cortesía, como a señoritas. Damitas desde chiquitas. Tenían sus cuartos llenos de muñecas y animales de peluche, y una colosal casa de muñecas perfectamente amueblada, que ocupaba medio corral. Y cuando jugaban a las costureras el tío se prestaba a servirles de maniquí, incluso a que lo enredaran entre los rasos, los tules y los terciopelos, los encajes y la bisutería de un pretendido vestido de gala de princesa.
Con los hijos varones el trato era más hosco. Se diría que el tío Juan Murrieta les tenía un poco de miedo, sobre todo a partir de la adolescencia, cuando dejaron de bastarles la pelota, los carritos, los robots de pilas y los modelos para armar.
Los chamacos se escapaban todo el tiempo para formar bandas con los pelandrujos de los barrios bajos, que sólo quedaban a cinco cuadras de la vieja casa de la familia Murrieta. El tío insistía, sin mucha convicción, en decirles que ser hombres no significaba ser majaderos, ni violentos, ni destructores, ni atropellar a los débiles, ni llenarse la boca con majaderías de arriero, ni andarse retando a lo bobo a puñetazos y mordidas como animales.
Les imponía, hasta que se rebelaron por completo a los quince o dieciséis años, las ocho de la noche como hora máxima para estar de vuelta en casa. Porque había que revisar las tareas y sería una “ingratitud imperdonable” con Mamá Casilda dejarle la cena servida, u obligarla a recalentarla. “¡Tengan consideración con su madre santa, todo el tiempo en un hito por ustedes!”
Nos burlábamos de nuestros primos: “Ya córranle de regreso a su museo!”, les decíamos; “¡Los Murrieta ya vuelven a su tumba!”, proclamábamos; y terminábamos a moquetazo limpio. “¡Que los cuelguen en su ropero todo el día, no se vayan a arrugar!” “¡Desayunen píldoras de naftalina, para que no se apolillen!” “¡De seguro todavía maman chichi y se mean en la cama!”
Por fortuna, los chicos Murrieta salieron bravos y se imponían a la tropa. “¡Nos tienes envidia!”, le dijo una vez Jacinto Murrieta al más peleonero de la banda, un tal Felipe Casasús, tan libre que podía jugar bote pateado a medianoche en la calle, con muchachos grandes, y hasta se había escapado dos o tres veces, arrimado con los traileros, a San Luis Potosí: “¡Tú nunca quieres estar en tu casa porque tu papá te agarra a correazos! ¡Siempre está borracho y siempre te agarra a correazos!” Ese pleito fue feroz. Le arrancamos de encima a Felipe Casasús, quien estaba en plan no sólo de golpearlo y patearlo, sino hasta de destriparlo.
Niñerías de hace veintitantos años que me vienen a la memoria porque el tío Murrieta acaba de morir, de una muerte terrible que no merecía: más de dos años en cama; operación tras operación; tanques de oxígeno, sondas, enfermeras, olor a medicinas y desinfectante. Una muerte demasiado pavorosa para quien siempre buscó el orden y la paz.
La tía Casilda parecía haber agonizado con él: así había quedado de chupada, de desencajada con su agonía. Luego, por fortuna, se recuperó bastante. También sus hijos, a quienes en la edad adulta dejó de parecerles tan extravagante el hogareñismo del tío Murrieta. Ahora siempre presumen de haber contado todo el tiempo, durante toda la vida, con su padre; y no nada más a ratos infrecuentes, tensos y monosilábicos, como el resto de la gente en Valles.

II
En las espesas horas del velorio, al que asistió la mitad de Valles, íbamos y veníamos por los pasillos, salones, escaleras y jardines de la funeraria hablando de las cuitas de ese hombre célebre en la comarca por mandilón y persinado, pero también por bondadoso y alegre. Había sido un santo, un hombre de Dios, ¡y con qué agonía tan tremenda se había visto recompensado! Alguien dijo: “Me cae que paga más ser rufián o abigeo: uno se muere sin tanto martirio, en el acto: ¡un balazo y ya!”
Al sonido de la palabra “abigeo” susurró mi madre —ya todos éramos adultos y casados—, hermana mayor de Casilda: “¿Pero qué no lo sabían? El papá de su tío Juan fue un bandolero terrible. Mató a mucha gente. Quemó ranchos. Anduvo de prisión en prisión por todo el Norte hasta que otros presos lo mataron a clavazos, aquí en Valles. Como no encontraron un puñal en la cárcel, lo destriparon con unos palos con clavos. Eso ocurrió por 1942”.
Entonces supe que todo Valles, o por lo menos la mucha gente que tratábamos en Valles, quería de veras, a la buena, al mustio tío Murrieta, porque de tantas cosas que se decían sobre él, pues hasta de catrín, hipócrita, chulo, petimetre, afeminado, avaro y usurero lo chismeaban, nunca llegó a nuestros oídos su verdadera vergüenza.
“Lo crió su abuelo”, siguió diciendo mi madre. “Por eso sacó todas esas visiones, todos esos tics del año de Maricastaña. El abuelo materno lo recogió, cuando el padre estaba preso y la madre se había escapado a los Estados Unidos, para evitar la infamia y la venganza de las víctimas.”
Lo crió, más que como niño, como abuelito. Abuelito desde pequeño. De trajecito de casimir y siempre impecable. Corbatita. Cortés, servicial, con lenguaje de domingo. Tímido. Almidonado. Para todo el “mande usted”, y el “por favor”, y el “porfavorcito”, y el “quisiera si no es molestia”... Lo mandó al colegio de monjas Motolinía, adonde iba menos peladaje y corría menor riesgo de encontrarse con hijitos de rancheros o camioneros que supieran las correrías del papá.
El abuelo era profesor de secundaria y el nieto parecía también un profesorcito. Andaba siempre con un libro: Biografías de hombres ilustres, Momentos estelares de la humanidad, Cápsulas filosóficas del Reader’s Digest. Jugaba con el abuelo (pues le permitían poco salir a la calle) a los experimentos de química y a las construcciones del mecano, un juego (entonces muy en boga que hasta tenía su revista mensual, Mecánica infantil), de barritas de metal, verdes y rojas, con múltiples orificios; poleas, rondanas y tornillos, con el que se formaban grúas, edificios y barcos.
Todos sus parientes, que lo evitaban como a la oveja negra del rebaño, como a la manzana podrida del frutero, pensaban que se iba a dedicar a cura. Era monaguillo y consentido del párroco. A lo mejor también eso creía él. Pero su abuelo se murió pronto, cuando el tío Murrieta contaría apenas catorce o quince años. Y tuvo que dedicarse al comercio en el mercado, de ayudante.
La gente del mercado recordaba bien a Juan Murrieta padre, “el Malo”; algunos con admiración, otros con odio o con asco. Tal vez entonces el tío Murrieta trató de hacerse invisible, inofensivo. Ahí perfeccionó su estrategia de pasar por mosquita muerta, para evitar roces con todos. “Buenos días”, “Buenas noches”, “compermisito” y sanseacabó.
Imagino que corrían chismes y bromas, que a ratos resonaba un insulto; sobre todo cuando se encontraba con alguien bebido o con ganas de juerga o de riña. Es un hecho que el tío Juan Murrieta escapaba como de la peste de esas reuniones de hombres solos, donde a la menor provocación, o sin provocación, resurgía (supongo) la memoria de aquellas andanzas, las escenas de balazos; hasta algún corrido debió circular sobre el famoso abigeo Juan Murrieta.
Prefería la compañía de los ancianos y de las señoras. Les cargaba las canastas del mercado. Les cedía la acera. Se ofrecía a todo tipo de mandados y servicios. Andaba de faldero cuando ya medía su buen metro con setenta, con ochenta centímetros. Y bastante huesudo y fortachón. Eso molestaba a los demás hombres. Parecía caricatura de escuincle, o retrasado mental, o maricón.
De ahí al pequeño almacén de granos, correas, monturas, forraje, que iría agrandándose con el tiempo, mi madre dio un gran salto en su historia. Suspendía su relato con el chico Juan Murrieta (el chico grandulón), siempre modesta pero impecablemente vestido, humilde y servicial, sin familia ni amigos, casi sin memoria, haciendo el trabajo de dos por la mitad de un salario, a fin de granjearse la protección de sus patrones. Y sólo lo retomaba unos quince años después, con el tío Murrieta, dueño ya de la tiendita bien abastecida, con traje menos modesto pero igualmente impecable, a pesar de los calores, cuando hacía la ronda en la calle de Casilda.
Fueron varios años de noviazgo. Mis abuelos no querían emparentar con el hijo del sanguinario Juan Murrieta. Esa vocación para el delito, el crimen, la crápula, se llevaba en la sangre, decían. Tarde o temprano saldría a la superficie, por mucho que se la quisiera esconder.
Finalmente, a fuerza de constancia, el tío prevaleció. Tampoco había muchos partidos prósperos y convenientes en Valles para las muchas hijas de mis abuelos, a las que iban casando con extrema dificultad. Alguna, la pobre tía Rebeca, a pesar de las pesquisas infinitas y de las minuciosas precauciones de sus padres, se vio de repente abandonada sin causa, sin decir agua va, por un “buen muchacho” que resultó sencillamente un irresponsable sin corazón, quien se le largó a los Estados Unidos a casarse de nuevo, en franca bigamia, ahora con una gringa.
Los años fueron borrando, por fortuna, la fama del bandolero Juan Murrieta. Se incrementó la delincuencia en toda la región. Se modernizó y perfeccionó. Los nuevos rufianes y los nuevos crímenes opacaron los antiguos, casi aldeanos en comparación, del atroz abigeo de los años treinta.
He encontrado poco qué añadir al relato de mi madre, salvo dos circunstancias. La primera, sobre el origen de su fortuna, todavía circulaba en el mercado. Hay varias versiones. La más común es que un día, cuando fue mayor, supo del escondite donde Juan Murrieta “el Malo” había atesorado el botín de sus andanzas; fue a desenterrarlo y puso su tienda. Así, automáticamente. Esto no se decía con mala voluntad, sino con envidia: encontrar un tesoro siempre es bueno, y lo es heredar la fortuna del padre. ¡Cuantos hijos y viudas simplemente acuden al banco a la muerte del señor, y reciben un cheque limpísimo; y vayan ustedes a saber cómo se juntó ese dinero!
Otra versión, notoriamente infudiosa, pretende que tras su fachada de comerciante honrado y de honorable padre de familia, el tío Murrieta prosiguió los malos negocios de su padre, con la ayuda de los antiguos socios del abigeo. De ahí su exageración, rayana en la caricatura, de la moral, la bondad y las buenas costumbres: necesitaba una fama impecable. Que les limpiaba el dinero, o fungía como intermediario, y tal vez como autor intelectual de tales o cuales asaltos a ranchos o a traileros.
Pero nunca se le levantó un solo cargo; ni durante su vida, que se supiera, hubo quien lo acusara abiertamente de malos negocios. Todo lo contrario: su fama de usurero se debía, y abundan los testimonios al respecto, a la generosidad de fiar o vender a crédito, sin muchos papeles, a clientes que lo preferían a un banco, o que carecían de la posibilidad de tratos con los bancos. Nadie ha dicho abiertamente: “¡Yo fui extorsionado por Juan Murrieta!” Asistieron, llorosos, al velorio infinidad de sus clientes. (La tía Casilda ha ido encontrado perdidos entre cajones y carpetas, o entre las páginas de algunos libros, como separadores, pagarés olvidados como adrede, incobrables, vencidos cinco, quince años atrás...)
Hay otra versión, algo picante: Se dice que en su primera juventud, el tío Murrieta, que era grandote y sanote como buen ranchero, pero que evitaba tanto las juergas como a las muchachas, quienes siempre traen broncas a esa edad (a cualquier edad), y vivía célibe y guapote en una recámara alquilada, como monje, impresionó a una viuda más o menos acaudalada.
Que acaso aquello de llamarle “mamá” a la tía Casilda, vino de sus tratos con la tal viuda, que tendría en esa época la misma edad de su madre ausente. Que fueron años de amores tranquilos y secretos dentro de una casona sin testigos. Que, a su muerte, la lloró como mujer y como madre.
Resultaría obvio —una especie de moraleja de talk-show televisivo sobre los desajustes matrimoniales— deducir que de su padre salteador, preso y salvajemente asesinado por los reos; de su madre desnaturalizada y fugitiva; de su abuelo que retomó el arte de la paternidad al borde de la tumba; de su experiencia de un chico con nervios frágiles a quien cualquier paisano podía quebrar con una sola palabra; del miedo íntimo de ver surgir en sí, contra su voluntad y sus más entrañables oraciones, el carácter del atroz abigeo Juan Murrieta; resultaría obvio deducir de todo aquello, digo, que nuestro tío eligió lo extremo: formar una familia exageradamente apacible, civilizada, dulzona.
Sabemos que fue feliz así. Fue feliz con la virtud, con la sensatez y la prudencia, con su vida siempre arropada entre su mujer y sus hijos. Su trabajo honorable y cortés hasta el prurito, casi hasta la parodia. He dicho ya que todos lloraron la muerte de mi tío Juan Murrieta “el Bueno” a lágrima viva. Y yo entre los primeros.
La otra circunstancia, terrible, la conoció todo Valles. Hace apenas diez años. A pesar de todas sus estrategias y de todos sus cuidados, uno de sus ocho hijos le salió indomable. Nadie dijo, porque no lo sabíamos, pero podemos decirlo ahora, que en Jacinto Murrieta resurgió la bestia del antiguo abigeo atroz. Cosa de cervezas, de bailes en la zona roja entre putas, rancheros y traileros, de ocasionales amigos malvivientes. Hubo una balacera, dos cadáveres inexplicables, y Jacinto Murrieta apareció en la cárcel, enmudecido frente al Ministerio Público, cargado con todos los delitos.
Me imagino al tío en su visita a la cárcel, un poco irreal, sin saber a ciencia cierta si visitaba a su hijo o a su padre. A un Murrieta, en todo caso. (Se había negado a imponerle el Juan a alguno de sus hijos: ¡que ya no hubiera nunca otro Juan Murrieta!; pero el exorcismo, al parecer, no surtió efecto. Quedaban la sangre y el apellido.)
La vieja cárcel de Valles era un jacalón nauseabundo, sin muebles. Se amontonaban los reos, casi todos paupérrimos, entre harapos e inmundicias. Se bañarían a cubetazos, cuando mucho, una vez al mes. Casi no se les daba de comer, confiando en que sus familiares les llevaran algún alimento todos los días, que les entregaban a través de las rejas. La acera de la cárcel siempre estaba llena de mujeres patibularias, enrebozadas, en fila, con sus envoltorios de tortillas y sus ollitas de sopa aguada con famélicas patitas de pollo y frijoles.
Los presos se las ingeniaban, de cualquier manera, para conseguir aguardiente todo el tiempo, y al ir a visitar a alguno, el familiar se encontraba a una turba de ebrios, crudos o dormidos, todos piojosos y cosidos de cicatrices, entre los que finalmente aparecía el indicado, a quien los demás llamaban a gritos, entre albures y zalamerías, con la esperanza de compartir los obsequios o el dinero que dejara la visita.
Acaso alguna vez, muy niño, quizá en brazos maternos, el tío Murrieta fue a visitar a su padre. Tal vez fue así como conoció la cárcel antes de aprender a hablar. Así, idéntica, la encontró al visitar a su hijo.
Sabemos que logró liberar a Jacinto Murrieta. Debió costarle una fortuna. Se arreglaron los papeles de tal modo que los cargos se desvanecieron; y no hubo indicios, pruebas, testigos ni acusaciones de nada. Aquí en la Huasteca se puede hacer con la ley muchos prodigios.
Jacinto salió de la cárcel en la oscuridad de la noche. Se habrá encerrado con su padre toda la madrugada en la vieja casona del abuelo, del profesor. Habrán recordado al terrible abigeo Juan Murrieta, de quien acaso Jacinto no tenía, como tampoco la teníamos nosotros, noticia alguna. Habrán concluido que llevaban el lobo en la sangre.
Jacinto estuvo encerrado en su casa unos días y, también en la oscuridad de la noche, partió a los Estados Unidos. Muchos años después lo visité de pasada en un pueblito de Texas. Era trailero. Se había convertido a no sé qué secta evangélica, y estaba casado con una gringa gorda, rubia y pecosa que le había dado cuatro niños chulísimos: ninguno se llamaba Juan, ni tenía nombre en castellano, sino Dick, John, Marvin y Louis. Se veía feliz y escarmentado. Presumía de bíblico, de vegetariano y de antialcohólico.
Pero la sangre llama, lo reconozco ahora. Jacinto no pudo asistir al velorio de su padre porque hubo otra inesperada noche de cervezas, de baile en algún night club entre putas, peones y traileros, de cadáveres inexplicables; y amaneció en una cárcel de Texas, enmudecido frente a los sheriffs, cargado con todos los delitos. Ahí espera para junio de este año, por fin, la pena de muerte que, para su mayor tormento, diversas asociaciones humanitarias han pospuesto una y otra vez.
El resto de los hijos de Juan Murrieta “el Bueno” viven felices y sin novedad en Valles. Lo mismo el montón de primos, sobrinos y parientes políticos: los Chávez, los Ayala, los Herrera, los Meneses, etcétera. Olvidaba decir que el día que Jacinto partió a los Estados Unidos, el tío Murrieta hizo un pequeño cambio de decoración en la sala de su casa.
Antes, presidía el muro principal la gran foto de bodas de Juan y Casilda, rodeada por las caritas sonrientes de todos los hijos, cuando eran bebés, a manera de guirnalda: todas producidas en el estudio de “Job, el fotógrafo de los niños”, de la Calle Independencia. El tío incorporó dos nuevas fotografías, grandes. La de Jacinto, a quien no volvería a ver, sonriente, galanazo, con sombrero norteño y camisa a cuadros, como vaquero, tomada en algún palenque.
Y la ampliación de otra, melancólica, sepia, escondida durante medio siglo, del sanguinario abigeo Juan Murrieta, también de sombrero norteño pero con camisa parda, casi militar, fumando un puro, con ojos vidriosos; menos galán que retador: hasta parece la foto de un villista, como las que vemos con asombro en los libros de Historia Patria.
Aquellos villistas que miraban fijo a la cámara, sin parpadear, sin que se les rompiera la larga ceniza del puro, cuando esperaban la orden del pelotón de fusilamiento. Esos villistas padecían una muerte más misericordiosa que la brutal y eterna agonía del hombre de honra y pro, como se decía en otros tiempos: del excelente ciudadano, padre y marido, del hombre a carta cabal que fue mi tío Juan Murrieta, a quien Dios tenga en su gloria.
A la tía Casilda no le gusta hablar, ni siquiera con parientes, de la desventura de su hijo Jacinto. Pero habla mucho de él a solas, es decir: con Dios, en el altar lleno de veladoras que tiene en su recámara.
Sobre una mesita se acumulan estampas de la Virgen y de los santos, en portarretratos de plata. Asimismo enmarcada en plata, se puede distinguir una foto postal de su marido, ya anciano, de traje y con libro, pero recio y bondadoso, como un héroe civil y de bronce. O un pequeño santo familiar, doméstico, de aquellos que los declamadores y los oradores llamaban penates.
Cada hogar con sus penates; que no petates, como desvaría en las emisiones radiofónicas de “Poemas del corazón” el laureado “Declamador de Valles”, durante sus inevitables recitaciones dominicales dizque de Díaz Mirón —digo dizque porque a cada rato descubre “nuevos”, “inéditos”, “desconocidos” poemas de Díaz Mirón, que luego resultan los más populares de Nervo, de Chocano y hasta de Barba Jacob— con que lleva décadas fastidiándonos. Es toda una calamidad regional. ¡Eviten, si pueden, la radio de Valles los domingos en la noche! ¿Qué es eso de que “El príncipe Enéas huyó de la flamígera Troya a fundar la marmórea Roma, cargando sobre la espalda sus más íntimos petates”? ¿Creen ustedes que Díaz Mirón se haya atrevido a escribir semejante cosa?
También, como los santos y las vírgenes, el tío Murrieta disfruta de una veladora en el altar de tía Casilda. Otro intercesor, o el mejor intercesor, ante los tribunales del Eterno. Pues Dios sabrá en su Providencia por qué castiga a algunas de sus criaturas con esa levantisca sangre de lobo, siempre tan desdichada y más en la Huasteca.
Y como dicen en Tampico, cuando cantan (así se llama, de veras, no exagero: encontrarán el título tal cual en el libro de don Vicente T. Mendoza) el Corrido de la Catástrofe Ciclónica:
“Esta historia he terminado,
me despido con afán;
si en algo estuviera errado,
las faltas perdonarán”.
Las tripas del padre Panchito

1
La señora Elvira se ve pequeña, flaca y sólida. Parece menos vieja de lo que es; en realidad, tiene una salud y una fuerza asombrosas, que oculta bajo una bata gastada, acolchonada, para que le compadezcan su soledad y su vejez. Sin embargo, la frescura de su piel, bastante tersa todavía, y su energía incesante la delatan.
Sucede que se ha quedado sola en un caserón lleno de muebles, adornos y trastes viejos que de tan cuidados y pulidos hasta se ven finos. No siempre lo son. Pero dan cierta impresión de museo que asombra a los jóvenes. A la señora Elvira le gusta engañarlos, y señala sus objetos curiosos casi con desdén como baratijas heredadas o compradas por aquí o por allá “el año de Maricastaña”, pero como sugiriendo que a lo mejor no todos son tan baratijas.
Se levanta casi de madrugada a asear todo el caserón, de un extremo a otro, aunque le han recomendado que cancele cuartos —cuatro recámaras, sala, comedor, cocina, alacena—, o que cubra con mantas algunos muebles que no usa, como sus grandes sillones, la consola de los años treinta y el piano. No quiere. Y cuida escrupulosamente su jardín, su gallinero, su gran patio enlosado lleno de macetas blancas con espejitos.
No acepta criadas de planta que la ayuden. Nomás la enchinchan. La lavandera va los viernes en la mañana, y un chamaquito bien recomendado la ayuda en las tareas más difíciles (como acomodar la leña, podar los nogales, acomodar las bugambilias, cargar los bultos de alimento para las gallinas, acercarle al zaguán el tambo de la basura) de tarde en tarde, después de la escuela.
Se pasa todo el día limpiando, para las escasas visitas que recibe, más o menos de su edad, pero acompañadas de una prole estupefacta que todo lo curiosea. Damas de la Cruz Roja, de las cofradías, de los clubs de cocina y bordado, “leonas” y rotarias, y sus amigas de toda la vida.
Todos sus hijos, casados y con vástagos, viven en ciudades distintas y lejanas, donde han conseguido los empleos que no hay en Tulancingo. La llaman con frecuencia por teléfono, le escriben, le mandan dinero más que suficiente para sus gastos —¡hasta tiene sus inversiones en el banco, de lo que ahorra!—, pero sólo pueden visitarla cada uno o dos años: entonces ve su jardín jubiloso de nietos. A ella no le gusta viajar a esas ciudades, por no dejar la casa sola.
De todos sus hijos, más o menos prósperos y honorables, sólo le salió torcida Chabela, dice, porque, primero, no pudo tener hijos, y luego se le divorció.
—¡Pues vente a vivir conmigo, mija!
—Mamá, cómo crees; aquí en Matehuala me va bien con mi mercería. Capaz que en Tulancingo me muero de hambre. Todo mundo tira un muro y convierte una recámara en una tiendita. Y ahí están sentados todo el santo día en sus tienditas sin vender nada, ocupados en papar moscas.
—Donde come una comen dos, y sirve que me acompañas, mija; porque cualquier día me voy a morir y ni quién se entere hasta que salga la peste por las ventanas.
—Ay mamá, no te pongas patética.
—Tú nomás quieres seguir de divorciada para darle vuelo a la hilacha, mija.
—¡Cómo crees, a mi edad! Y además me paso todos los días, incluyendo sábados y domingos, en la mercería. Ya ves que en ocasiones se vende más los fines de semana.
Total, como hasta por teléfono se peleaban, Chabela dejó de llamarla y de escribirle. Sólo por navidad, cumpleaños y 10 de mayo. Y con puras vaguedades y monosílabos. Hace años que no se ven.
Su hermana Carmela, en cambio, vendió todo y se fue a vivir a un departamentito en Naucalpan, para estar cerca de su hijo mayor y de sus nietos.
De pronto, esta tarde, que va llegando Chabela llena de regalos, y acompañada de un señor gordo y mudo.
—¡Ay mija, me hubieras avisado para hacerte siquiera unos mixiotitos de conejo! No tengo nada qué ofrecerles. Ya sabes que me la vivo a conchas con nata y café con leche.
—Ni te preocupes, mamá. De lo que traigo antojo es de los tamales de allá por la iglesia de los Ángeles. Voy a comprar unos antes de que oscurezca. ¿La Avenida 21 de Marzo sigue llena de baches?
—Está peor.
El señor se ofrece a acompañarla.
—No, por favor, Danny —el gordo mudo se llama Danny—, hazle un poco de compañía a mamá. No tardo nada.
Pero el gordo, mudo. “Sí, muchas gracias; no, muchas gracias”. La señora Elvira, tan platicadora, no le saca una palabra más. Debe hacer ella toda la conversación.

2
—De veras que en Tulancingo ya nadie respeta nada, ni a los bancos —dice la señora Elvira—. ¿No asaltaron Bancomer en agosto como si fuera película de vaqueros? Nunca habían asaltado aquí un banco. ¡Uh, qué tremolina! Hasta pasó en la televisión. Se alcanzaba a ver parte de la floresta, aunque acorrientada con tanto vendedor ambulante, y esos plásticos de colores tan chillantes que usan para sus puestos...
El gordo, mudo.
—Yo digo: ¿qué diablos hacemos aquí, si hay igual de asaltos y robos y atrocidad y media que en Pachuca o en México? Mejor irnos de plano a la capital, por lo menos habrá más cines y cosas en qué distraerse, no que en nuestros cines puras películas de balazos y de encueradas, de plano para albañiles. Y si ya nos toca en México la de malas de un susto, o de que nos mediomaten, o de que nos maten de veras, pues lo mismo puede ocurrir aquí, ¿no? En febrero no hubo sólo tiros, sino ráfagas de ametralladora, dicen. ¿Para qué querrán ametralladoras en Tulancingo? Ni modo que para robar barbacoa.
Danny no tiene idea alguna al respecto.
—Yo no me voy a México con mi hermana Carmela por lo de la casa. Ella vive muy a gusto en Naucalpan, pero en un huevito de departamento, y cuando me viene a visitar dice que en México ésta sería casa de ricos. ¿Ya vio el jardín? —Danny no muestra ganas de pararse del sofá—. Ni modo de llevármela. Y está tan vieja. Si la pudiera vender, no me darían por ella ni lo que cuesta el huevito de mi hermana en Naucalpan. Así que me quedo en Tulancingo: que nomás al mercado, que a misa, que al chisme. Los envidiosos de Pachuca nos dicen Tulanchismes.
Seguramente Danny ya se sabe el chiste, porque ni siquiera sonríe. A la señora Elvira empieza a parecerle misterioso.
—Nada de eso se veía en mi juventud. Ya le decían ciudad pero resultaba más bien un pueblito, unas cuantas cuadras decentes alrededor de catedral y eso era todo. Luego puros cerros, llanos, rancherías y milpas. Sin embargo, mi papá afirmaba que a Tollanzinco lo distinguía su prosapia. Así, su “prosapia”. Murió hace treinta años. ¿Y creerá usted que desde entonces no he tenido humor de ir a buscar la palabra al diccionario?
El mudo no da señas de entender la palabra prosapia.
—Que desde mucho antes de los aztecas. Significa “la pequeña Tula”, y contaba papá que por aquí pasaron los toltecas antes de ir a fundar la gran Tula; o a lo mejor después, cuando se acabó la gran Tula. Pero el doctor Garduño, que ya lo conocerá usted y verá que es un diablo de bromista, me dijo el otro día, en la reunión de las damas de la Cruz Roja: “pequeña Tula” equivale a “pequeña ciudad”. O sea que siempre nos dijeron pinche pueblito.
Tampoco por el lado de la historia la señora Elvira consigue nada. Intenta el turismo.
—Tulancingo tiene sus atracciones turísticas, no crea usted que no. Los boy scouts las mantienen vivas. Y no nada más las ruinas de Huapalcalco, odiadas por todas las mujeres de Tulancingo, porque cuando alguna anda un día algo crecida o altanera no falta la comadre que rumore: “¡Mírala! ¡Se siente la reina de Huapalcalco!”, que es como decirle a una cien veces india. Y a todas nos han llamado alguna vez “la reina de Huapalcalco”... ¿Ya le mostró Chabela la catedral? No es tan vieja como parece, pero tiene muertos de muina a los de Pachuca desde hace siglo y medio. Por entonces creo que ni había Pachuca; en todo caso, una ranchería. ¿Ya sabe usted lo que en pócar significa la jugada Pachuca?: ¡cuando le salen puras cartas que no sirven para nada! En eso si resultó famosa. Esa jugada es célebre hasta en Las Vegas...
—Antes de Juárez —prosigue, ya como un sermón— a quien se le ocurrió inventar el Estado de Hidalgo, la gran población de la zona era indiscutiblemente Tulancingo. Toda la riqueza de la región, de partes de Veracruz, de Puebla, del Estado de México, se concentraba aquí. ¡Y había verdaderos palacios que asombraban hasta a los europeos, como el de la familia Adalid! Lo contó una marquesa española con bombo y platillo... Por eso establecieron aquí la catedral y al señor obispo y no en Pachuca. Unos dicen que el obispado está en Tulancingo, y no en Pachuca, porque es anterior a la creación del estado y de su dizque capital. Además, por esas épocas todavía no llegaban los ingleses a establecer sus minas en Pachuca, ni esa torre tan fea con su reloj, siempre descompuesto: que dizque “el Big Ben del Nuevo Mundo”, como la denomina en broma el doctor Garduño, quien fue gran amigo de mi marido toda la vida. Estuvo a su lado durante sus últimas horas, haciéndole chistes para distraerlo, mientras le aplicaba el suero y el oxígeno; aunque creo que mi pobre Isidro ya ni lo entendía, pero escuchaba su voz. Y como que se reía, o eso era lo que yo me figuraba: la gente pone caras muy raras cuando se muere. Eran un par de guasones... Papá decía que el malvado de Juárez quiso castigar a Tulancingo por católico, por “mocho” como diría el Benemérito, porque en realidad a nosotros nos tocaba el privilegio de ser la capital. En Pachuca, en cambio, Juárez estableció su club de masones. Ya nadie se acuerda de los masones hoy en día, y sí de que la catedral y el señor obispo están aquí.
El mudo acepta finalmente un anís.
—La otra “efeméride”, también palabreja de mi papá, fue la victoria de Vicente Guerrero sobre Nicolás Bravo en las épocas de la Independencia. El malvado doctor Garduño explica que así de apocada es la gente de Tulancingo que se puso el nombre del derrotado, nomás porque era mocho. Pero fue el gobierno el que nos puso Tulancingo de Bravo; nosotros somos Tulancingo a secas. “La ilustre cuna del ínclito luchador El Santo y del no menos edificante Gabriel Vargas, autor de La familia Burrón”, bromeó Isidro, mi esposo... Cuando se juntaban los jueves a cenar y a jugar dominó o baraja, a veces en su casa, a veces en la nuestra, el doctor Garduño y mi marido se dedicaban a burlarse de Tulancingo, nomás para escandalizarnos a las esposas. Creo que con el tiempo a Claudia, su mujer, que en paz descanse, y a mí se nos pegó su travesura. Tuvieron otros amigos de dominó y de baraja, pero no les duraban mucho. Hay gente simplona que se escandaliza con cualquier bromita. Decían que Isidro y el doctor, aunque excelentes personas, pecaban a ratos de “irreverentes”. “Aquí la gente siempre ha estado, por sistema, de parte de los enemigos de la patria, afirmaban, y apoyamos a Maximiliano”. Se conserva la casa donde se hospedó, que no es ninguna maravilla, pero no deje de visitarla: queda aquí a la vuelta. Por eso nos ven feo los de Pachuca y hasta los de Ixmiquilpan. Que por mochos... Sea como fuere, la gran batalla “hidalguense” de la Independencia se libró en Tulancingo. Hasta hay láminas de eso en los libros de historia. Pero no se ve en ellas, ni me han dicho nunca, dónde ocurrió exactamente. Me imagino que en el cerro, y que luego bajaron al cuartel. Todavía me acuerdo del gran cuartel amarillo que estaba junto a la catedral, como vigilándola... Desde catedral se oían a media misa los clarinetazos, las palabrotas, las marchas. Pero los soldados también iban a misa los domingos, de uniforme y todo, cuando venían a visitarlos sus familias. ¡Y los viera usted tan devotos, y que depositaban sus buenas limosnas!

3
Mientras habla, como el mudo también parece sordo, la señora Elvira de plano se pone a contemplar los retratos de sus padres, de su marido, de sus hijos y nietos, en una especie de relicarios plateados de tamaños diversos que pueblan una pequeña mesa redonda con mantel de encaje, y se sirve otro anís. “Sólo a Chabela se le puede ocurrir pescar a este gordo sin remedio.”
—A mi papá le tocó ver a Madero, cuando pasó en su gira electoral por el nuevo ferrocarril. Lo fue a vitorear porque se trataba de un prócer, aunque los curas decían que era un diablo, que le hacía al espiritismo y había ganado la revolución a través de puros médiums. Pero luego los médiums lo abandonaron, se pasaron al bando contrario... “Hay que andarse con cuidado con los médiums”, concluyó mi marido. No me tocó ver eso, por supuesto, pero sí la persecución cristera. Aunque no hubo batallas cristeras por aquí, ni siquiera escaramuzas. De cualquier modo se armó un gran escándalo social y cerraron las escuelas religiosas, que eran nomás dos, feas y chiquitas. Y todos los días, muy lavaditos y con nuestros cuadernos, docenas y docenas de chamacos íbamos a misa y a tomar clases clandestinas con curas y monjas a casas particulares, a las ocho en punto de la mañana. Para despistar al gobierno, poníamos cara de ir a la tienda. “Nomás de argüenderas, dice el doctor Garduño; si hasta los hijos del presidente municipal de entonces iban ‘a escondidas’ a esas casas.” Ah qué el doctor Garduño, ya se lo presentaré a usted. A sus años sigue enamorando a las enfermeras.
Danny se ha vaciado el anís sobre la corbata. Por mudo, la señora Elvira lo castiga y no se levanta a ofrecerle una servilleta. Nomás se la señala con la mano.
—Era una ciudad fresca y ventosa, con casas bajas de muros gruesos y balcones bajos, de fierro. Todas las casas que conocí en mi infancia tenían patio, jardín y hasta huerta y gallinero. Había unas cuantas fábricas de ropa y mucho comercio. La leche se distribuía en burros, como la leña. Buenísima la leche de Tulancingo, hasta la fecha. Fíjese qué curioso: durante el día muchas casas dejaban el portón abierto, o tenían un cordón para jalarlo, abrir y ya, sin molestar a los dueños con que vinieran a recibirla a una. Todo el mundo entraba a las casas de todo el mundo como si cualquier cosa. Nada más gritábamos para avisar: “¿Comadrita, dónde está usted?” “¡Manuelita, buenas tardes!” Y nadie robaba nada. Sin embargo, en la noche, toda la gente atrancaba los zaguanes con grandes vigas y hasta barras de fierro, como en espera de bandoleros. Dice el doctor Garduño que sólo les teníamos miedo a los fantasmas. Y que aquí deben darse en mata, porque prefieren los pueblos de mochos para andar espantando a la gente a medianoche; que los pueblos mochos son el Acapulco de las ánimas en pena.
¡Milagro! El gordo se levanta, no sin esfuerzos, y llena su copita de anís. La señora Elvira desconfía por sistema de la gente callada: “No sabe una a qué atenerse con ella”.
—Aquí pues casi nunca pasaba nada. Muy temprano, cuando iba yo a la escuela, a misa, o a comprar tamales, me encontraba con muchos borrachos harapientos: se quitaban caballerosamente el sombrero de paja hecho trizas y me decían: “¡Dios la lleve con bien, niña!”; y se iban corriendo para que no los atraparan los policías. Tulancingo contaría entonces, allá por los años cuarenta, con unos tres gendarmes. Conformaban toda la fuerza pública del municipio. Se dedicaban a pescar a unos cuantos borrachos mañaneros para hacerlos barrer las calles principales. No se tenían que esforzar mucho, porque no correteaban a los que todavía pudieran caminar, aunque fuera a tropezones; simplemente despertaban a los que se habían quedado dormidos en la banqueta, que eran bastantes. Luego, los tres gendarmes dizque dirigían el tráfico. ¡Qué va! Lo complicaban más...
El mudo parece interesarse más en todos los adornos, cuadros y muebles de la sala que en el relato. “Si quiere saber algo de ellos, que se tome el trabajo de preguntar, ¡nada más eso me falta!”, piensa la señora Elvira.
—Por entonces todo Tulancingo olía feo, a puro pulque. Había pulquerías en todas partes, hasta en el centro. A veces la gente decente clamaba contra el vicio, pero luego se quejaba de que las clausuraran, porque mucha gente decente era dueña de pulquerías, incluso de las disfrazadas de tiendas de abarrotes, que daban servicio a escondidas durante toda la madrugada. Los gritos y cantos rancheros de los borrachos parecían, en efecto, aullidos de fantasmas. ¡El Acapulco de las ánimas en pena! Además, los borrachos no eran del mero Tulancingo, sino campesinos de los ranchos de las afueras, y ¿qué iban a hacer los pobres si les daban las diez de la noche aquí, ya bastante achispados? Entonces no había peseras, ni tantos caminos de terracería. Sólo los camiones que pasaban de México rumbo a Tuxpan, que además no admitían borrachos. Ni modo que se fueran caminando o en burro por llanos y cerros hasta sus ranchos, en plena oscuridad: seguían bebiendo, tristones, sin desórdenes, hasta que clareara. Al menos no los dejaban entrar con machetes a las pulquerías, y en esas épocas sólo dos o tres ricachones poseían pistolas... ¿Le gusta el piano? Yo creo que ya ni sirve. Hace como veinte años que nadie lo toca.
—Es muy antiguo —dice Danny.
—El Palacio Municipal, de masones, lo mismo estuvieran de parte de Don Porfirio que de Madero o de Calles y Cárdenas, no se levantó en la plaza central, floresta como le decimos aquí, aunque ahora hay más flores en mi casa que en toda la floresta, para no estar cerca de los curas de catedral, sino a dos cuadras, en la calle Hidalgo. Hace poco lo demolieron, y construyeron otro en las afueras de la ciudad. Así está bien. Entre más lejos, mejor. Tenía unas oficinitas para pagar contribuciones y una cárcel con rejas de palo. A eso se reducía todo el mentado “palacio”. Tampoco los presos eran del mero Tulancingo, sino de los ranchos. Gente amolada que se había robado un becerro o apuñalado a un compadre durante una bebedera. A los peligrosos los mandaban a Pachuca. Muchas veces estaba vacía, y era cuando tocaba a los borrachos barrer las calles; otras, sobre todo durante las fiestas de septiembre y diciembre, llenísima. Claro que el presidente municipal nomás cobraba y cobraba contribuciones a todo el mundo, hasta por respirar, pero no gastaba ni en un plato de frijoles al día para los presos. Correspondía a la Cofradía de San Miguel conseguirles zapatos que bolear o remendar, sillas de mimbre qué zurcir o como se diga; en fin, cualquier trabajillo para que se ganaran unos pesos. A veces, nomás para fastidiar al presidente municipal, el señor obispo les mandaba a algún seminarista con una canastota de tacos y una bandeja de chiles jalapeños en escabeche. El domingo siguiente respondía el presidente municipal, en anónimas notas furiosas de Claridad. El periódico de los trabajadores, contra los “tartufos oscurantistas” que vivían entre puro oro, vestían oro, y nomás regalaban tacos de tripas a los presos, y sólo una vez al siglo... Eso es un Ecce Homo, o así lo llamaban entonces. Todas las casas viejas tienen uno. Se ve chistosa la cabeza sola, ¿no?, como degollada. Con sus ojos tan lindos, tan azules, y la corona de espinas, y las lágrimas de cristal. Pero fíjese que un día me distraje y rompí el capelo, que era francés y de tiempos de don Porfirio. Me fui a México a buscar uno, y ya no encontré capelos de esos en ninguna cristalería. Se me ocurrió ponerle una pecera al revés. Ni se nota, ¿verdad?
—Parece muy antiguo —dice Danny.
—Una ciudad bonita, tranquila, verde. Muy barata. En parte porque no teníamos idea de los lujos y nos conformábamos con cosillas que hacíamos en familia o entre conocidos. Mi prima Lulú me confeccionaba los vestidos, por ejemplo, y le quedaban muy bien, según los figurines de la revista La familia. En bodas, santos, cumpleaños, quinceaños y fiestas de fin de cursos tenía la sociedad tulancinguense ocasiones de sobra para bailar y divertirse. Existían desde luego varios ricos y estirados, los dueños de los ranchos, las fábricas y los grandes comercios, pero ya para entonces había carretera, la que pasa por Pachuca, y vivían en la capital la mayor parte del mes... ¡En el candil ni se fije! Ni siquiera está conectado. Ya no hay foquitos de esa medida. Eran alemanes, del año de maricastaña.
—Es muy bonito, señora —dice Danny.

4
—Será que fui una chica distraída, o boba, pero no me enteré de que pasara nada en Tulancingo hasta que me casé. Mi Isidro se dedicaba a hacer quesos: él fundó la marca “La Princesa”, que cuando enviudé se la traspasé al licenciado Zapata, un señor muy culto que hasta daba clases de francés, pero le convino más dedicarse a los quesos. Entonces ocurrieron dos noticias de escándalo, que incluso se publicaron en la capital: la llegada de los protestantes y el asesinato del padre Panchito. Los Testigos de Jehová se colaron poco a poco, casi sin que la ciudad se diera cuenta. Convencieron a gente muy pobre de las afueras: los adoctrinaron, los vistieron como agentes de funeraria, y los mandaron a predicar como profesores a las calles más adineradas. Tocaban muy mustios la puerta y decían: “Les traemos un mensaje del Señor”. Eran muy sermoneadores y pedantes, y dizque nos querían enseñar la Biblia, como si no nos pasáramos la vida entera de misa en misa. Si algo abunda en Tulancingo son los rosarios, las novenas, los sermones y los evangelios. Pero el caso es que casi nunca habían terminado siquiera la primaria ni sabían hablar con corrección. En cambio nuestros curas ya ve que se las dan de eminencias: teólogos, filósofos y no sé cuántas cosas más. Primero nos burlábamos mucho de los Testigos. Les decíamos que antes de hablar de Cafarnaum se aprendieran las tablas de multiplicar. Pero de repente, en las seis iglesias católicas de Tulancingo, al mismo tiempo, se nos puso en alerta. Se trataba de una invasión sajona-protestante en contra de México y de la Virgen de Guadalupe. No sólo eran herejes, sino traidores a la patria. A la salida de misa, los curas nos regalaban calcomanías con la imagen de la Virgen de Guadalupe y el letrero “Somos católicos y no admitimos propaganda contra nuestra Santa Religión”, para pegarlas en puertas y ventanas. Hasta en los parabrisas de los coches. A los Testigos les azotábamos la puerta en las narices, y ni se inmutaban: supongo que cada azotón de puerta les ganaba indulgencias para el cielo, o como las llamen en su religión. Los curas decían que se trataba de una invasión en forma, que lo mismo ocurría en todas las ciudades del país. Que los Estados Unidos querían comprarnos por un plato de lentejas, con todo y la Virgen de Guadalupe. Nos sentimos patriotas. Mirábamos feo a los Testigos. Los niños de la escuela de monjas Fray Pedro de Gante los correteaban a pedradas. Hubo unos cuantos descalabrados. Entonces los Testigos fueron a quejarse a Pachuca, y ¡claro!, en Pachuca les dieron toda la razón: Tulancingo era un antro de mochos salvajes: y se nos advirtió que “toda ofensa o trasgresión a la Libertad de Cultos sería firmemente castigada por la autoridad, conforme a la Ley”. Así lo publicó Claridad. El periódico de los trabajadores. En realidad, a mí me caían más gordos los políticos de Pachuca que los Testigos, y más Pachuca que los Estados Unidos, sobre todo entonces, cuando compramos televisión y veíamos caricaturas. Los curas nos prohibían muchas películas, telenovelas y radioteatros por inmorales, pero no las caricaturas, aunque también fueran de protestantes. Yo me imaginaba que los Estados Unidos eran el país de las caricaturas. Puro Gato Félix en Nueva York... El caso es que los Testigos se ensoberbecieron con el apoyo pachuqueño y de la CROM, y compraron una casa en plena floresta, frente a catedral, para levantar su templo. La estatua de Juárez en mitad de la floresta, de cara también a catedral, como vigilándola, era todo lo que Tulancingo podía tolerar de “libertad de cultos”. Las cofradías y las escuelas particulares organizaron una manifestación callejera contra la construcción de ese templo “invasor”. Toda una verbena. Nunca se había visto una manifestación, como no fueran los desfiles escolares del 16 de septiembre y algunas mascaradas en carnaval, pero decentes, a medio día: un simple cortejo de carros alegóricos con pierrots y colombinas. Quizás San José, que tiene su capillita junto a catedral, nos hizo el milagro de sembrarle alguna neurona a las autoridades de Pachuca, y sospecharon que dos templos antagónicos tan cercanos en plena floresta propiciarían muchos pleitos los domingos, o algo así. Cedieron los Testigos y levantaron su templo, muy chiquito por cierto, a cuadra y media de ahí... ¿Usted no es Testigo de Jehová, verdad? Digo, porque no quisiera ofenderlo.
—No, señora, también soy católico.
—¡Me quita un peso de encima! Tenía usted una cara tan seria que dije ¡ya metí la pata!
—No se preocupe, señora, ¿y ese reloj, también es antiguo?
—Antiquísimo, ¡y funciona! Le doy cuerda todos los días.

5
—El otro gran escándalo corrió como pólvora un mediodía de sábado. ¡Habían asesinado al padre Panchito! Nadie quería en Tulancingo a ese sacerdote viejo, chimuelo, paupérrimo. Su sotana parecía más verde que negra, de lo usada, y con sus parchecitos. “¿Cómo es que el señor obispo no le manda hacer otra sotana? Si todos los días luce traje nuevo y tiene tres coches”, decían las chismosas. Pero las beatas respondían: “Le da mucho dinero, pero el padre Panchito es así, avaro y fodongo. Se lo guarda. Y nunca se baña.” “No me confieso con él, me dijo mi amiga Clara, porque tiene un aliento a infierno y apesta a sudor de meses. ¿Has visto que se atreve a consagrar la hostia con las manos puercas, con unas uñotas bien negras?” El padre Panchito tenía una capillita muy vieja, dizque colonial, que más bien parecía troje abandonada de película del Charro Negro, lejísimos, más allá de las milpas, en una ranchería llamada Santa Anita de los Quelites. Servía como cura de los campesinos de ese rumbo. Pero vivía en el centro de la ciudad, con su prima Flora: nadie podría decir cuál de los dos era más viejo (aunque él, desde luego, le llevaba unos veinte años), más feo, más sucio y más tacaño. Una se encontraba regateando a Flora en el mercado por un solo rábano, por tres ramitas de perejil, por un jitomatito medio podrido. “¿Cómo te voy a comprar por kilo, marchanta, le decía a la india, si nomás guiso para el padre Panchito y para mí, que comemos con templanza?” Hasta las marchantas la despreciaban y le regalaban las hierbas más ajadas, más revolcadas que tuvieran por ahí, nomás para que no les siguiera ahuyentando a la clientela. Yo la escuché alegar con una de ellas: “¿Cómo me quieres vender en diez centavos este ramo de epazote; si nomás lo arrancaste del cerro y ya? Que sean cinco y te va bien”... Parecen figuritas de porcelana, ¿no? Dan esa impresión por el cristal de la vitrina. Pero son de migajón laqueado. Hubo un tiempo en que todas las mujeres de Tulancingo tomábamos clases de arte en migajón. Las azucenas me salían chulísimas.
—Muy bonitas, señora —dice Danny.
“La gente que no conversa, una de dos: o no piensa nada o tiene puros malos pensamientos”, reflexionó la señora Elvira.
—Flora había pecado, y cuando ya estaba más que madura. Quién sabe cómo lo logró. Pagó su culpa en vida, lo que dicen se toma muy en cuenta para descontarle castigos en el purgatorio: quedó abandonada y casi se muere en el parto. La acogió su primo el padre Panchito, con una niña muy güerita, monona, pero algo bizca. La niña creció en la soledad con que se castigaba en Tulancingo a los hijos naturales. Había malhablados que sugerían que el padre Panchito se emborrachaba a escondidas, a solas como buen maniático, con el vino de consagrar; y que una noche... “pues a la prima se le arrima”, como dicen, ¿no? Pero la niña era muy güerita, y tanto Flora como el padre Panchito muy prietos. Seguro el papá fue uno de esos rancheros güeros que a veces vienen de Ixmiquilpan, dizque descienden de ingleses. A lo mejor se fue a confesar todo borracho a la capilla, y ahí se aprovechó Flora. La niña salió a la madre. Se fugó antes de cumplir los quince años. Era marisabidilla, por la disciplina que le imponía su tío: contaba con su primaria, su buena caligrafía, sus nociones de taquigrafía y mecanografía. Todo lo que se necesitaba entonces para ser secretaria o dependiente en un establecimiento chico. Que se había ido a Tuxpan; que no, que a México; que no, que a Pachuca; que no: que hasta Tamaulipas había ido a dar. Yo tenía ya a todos mis hijos cuando ocurrió el crimen. Dispuse de dos fuentes de información: Claridad. El periódico de los trabajadores, insinuaba que el avaro padre Panchito había escondido un dineral de limosnas y de los ingresos de sus servicios religiosos en su casa, además de múltiples joyas y libros viejos que un antiguo obispo le había dejado en custodia, cuando huyó en la época cristera. En su casita, o enterrado en la capillita, ocultaba ese tesoro. La niña, decían, lo había descubierto y muchos años después se lo había contado todo a un amasio. Y que regresó entonces la mujer con el amasio, dizque para presentárselo a su mamá y a su tío, pues se pensaban casar. En la casa, dicen, amarraron y amordazaron a Flora. Y dieron tormento al padre en plena capilla, una noche, hasta que falleció. Excavaron silenciosamente toda la casa y toda la capilla sin que nadie se diera cuenta. Eso sería un miércoles o jueves. El doctor Garduño opina que Flora murió infartada con su esparadrapo y enredada en mecates. El padre Panchito quedó descuartizado a machetazos como santo mártir, sobre el propio altar. Lo descubrieron sus feligreses cuando el domingo encontraron la capilla cerrada. Esperaron y esperaron hasta que les entró la curiosidad y se treparon a observar por las ventanas. ¡Y qué espectáculo! Pero los curas y las beatas no se creyeron el cuento masón: se trataba de una conjura contra la Iglesia. Acusaron a los Testigos y a los campesinos borrachos de los alrededores, que como seguían siendo algo indios, pues a lo mejor les quedaba algo del culto al diablo y de los sacrificios humanos. La autoridad municipal fue “salomónica”, como diría el doctor Garduño. Ordenó la búsqueda de la sobrina, aunque nadie la hubiese visto en veinte años, ni a su acompañante. Pero había otro detalle, añadió mi marido, haciéndose el detective: el trabajo de excavación requería muchas manos de hombre. La autoridad trabajó pues en dos frentes. Se publicó por todo el país, ¡como si se pudiera reconocer a una mujer madura en una imagen de angelito!, la foto de la niña medio bizca en su primera comunión: “¡ASESINÓ A SU PROPIA MADRE Y A SU TÍO SACERDOTE!”; con su nombre completo y algunos viejos documentos que sacaron del Colegio Plancarte, la escuela católica para niñas, donde lucía por cierto una caligrafía envidiable en composiciones devotas sobre las apariciones de Fátima. Y les arrancó a palos una larguísima confesión, de veras horripilante, a media docena de campesinos, todos ellos malvivientes y con antecedentes de peleoneros. Nunca apareció la mujer. Y después de unos años, el gobierno de Pachuca se aburrió de estar “manteniendo” a los presos y los puso en libertad.
Danny reprime bostezos y mira su reloj de pulsera. “¡Qué mal educado!, piensa la señora Elvira: Bien podía mirar disimuladamente el reloj antiguo que dizque tanto le gusta.”
—¡Pero diga algo por Dios, buen hombre! ¡Parece que los ratones le comieron la lengua! Hasta me da pena estar yo sola de platicadora... ¿O prefiere que prenda la tele?
—De ninguna manera, señora. Me interesa muchísimo todo lo que usted dice. Pero así soy yo, callado, ¿qué se le va a hacer?
—Pues hablar.
—Es que no se me ocurre nada, señora.
—Sírvase otro anisito, a ver si así.

6
—Si bien al principio el clero local se puso de luto y abundaron las misas por el alma del mártir, víctima quizás de algún secreto importante comunicado en confesión, poco después mostró incomodidad y fastidio hacia el padre Panchito, quien ciertamente no constituía ninguna figura edificante del sacerdocio. Se supo que era medio maníaco, aunque no loco; digo, de los de atar. Todo lo hacía mal y en desorden, de modo que nunca lo aceptaron en buenas parroquias. Bilioso. Y con medio mundo terminaba de pleito. Un antiguo obispo, por caridad, lo mandó a esa capillita abandonada, donde no desentonaría entre los pobres rancheritos. “Acaso tuvo algún intercambio de insultos con un loco o un matón”, piensa el doctor Garduño. Porque le digo que el padre Panchito era muy corajudo y malhablado con los pobres, aunque muy callado frente a la gente decente (¡zámpate esa!). Que Dios lo guarde en su seno. Ahí no terminó el asunto. De repente todo Tulancingo se enteró de que poseía un tesoro colonial: una capilla de origen franciscano, la que digo yo troje abandonada de película del Charro Negro. No había sido muy saqueada porque nada tenía de valor, salvo seis candeleros, el crucifijo, la custodia y el cáliz, todos de metal barato apenas sobredorado, que luego aparecieron en Tepito. ¡Pero la capillita dizque resultaba todo un tesoro histórico! Se formaron varias cofradías para defenderla. Nuestra defensa consistió en hacer muchas juntas; y luego, todas las mujeres en bola, pálidas y temblorosas, armadas de rosarios de Roma, con astillitas de la cruz de Cristo, por si nos encontrábamos a un salteador, en darnos de vez en cuando una vueltecita a media tarde por Santa Anita de los Quelites. Aprovechábamos el viaje, desde luego, para comprar quelites frescos casi regalados. La capilla estaba cerrada con cadenas y candado desde la muerte del padre Panchito, y sus ventanas clausuradas con tablones. Al obispado no le importaba recuperarla: le salía más barato levantar una iglesia moderna en cualquier otra parte. El gobierno mandó unos arqueólogos que rastrearon unos cimientos, unos tepalcates. Luego ocurrió un temblor, y la iglesita por fin se vino abajo de una buena vez. Ahí acabó todo el cuento. Durante unos años algunos aventureros anduvieron rastreando a escondidas entre los escombros, a ver si de veras había joyas eclesiásticas ocultas. Luego se construyó la moderna carretera, que pasa por ahí, y algún listo, quién sabe cómo, se hizo de ese terreno y edificó encima un enorme restorán para traileros. Se llama “Las tripas de don Panchito”, para que no se diga que en Tulancingo no hay sentido del humor; y su menudo se ha vuelto tan famoso que en ese tramo siempre se ve una larga cola de tráilers estacionados. Se lo recomiendo. Mi pobre estómago ya no soporta esas suculencias. ¡Pero la barbacoa no, ésa nomás en el mercado! Dicen que “Las tripas de don Panchito” vende la barbacoa que le sobró a “El Becerro de Oro” el día anterior... Esto es todo lo que recuerdo de Tulancingo. Ahora mis amigas me cuentan más cosas ocurridas en un solo día, que todas las que conservo en la memoria. Y hasta afirman que exagero, que fantaseo; que con eso de que ya estoy tan vieja, ya chocheo... ¡Cómo tarda la ingrata de Chabela! ¡Ya son las ocho y media! ¿No quiere un cafecito con leche?
Danny lo acepta.
Mientras prepara en la cocina el café con leche, de repente le entran a la señora Elvira unos temores, unos trasudores, unos escalofríos. Se ve tan anciana y en acolchonada bata vieja como intenta aparecer. Y sola, de noche, con un hombre desconocido y raro, en una casa enorme y llena de antigüedades. Siente que Danny no es mudo ni se llama Danny. Que nomás se hace el mudo para dejar pasar el tiempo mientras ella habla y habla, y entonces ¡dar el golpe! Que la ve como el asesino debió haber mirado a Flora y al padre Panchito tantos años atrás.
¿Chabela se habría vuelto loca, o desnaturalizada, como para traérselo? ¿De veras creería el mudo que ella era una vieja avara, y que tenía en el patio o en el jardín, en los altos del ropero o en los colchones, algún tesoro oculto?
Se ve por un momento amordazada y amarrada en su cama, mientras Chabela, el acompañante y sus cómplices desbarajustan toda su casa, en busca del tesoro. Esconde un cuchillote de cocina debajo de la bata, por si las dudas. Se le hace un nudo en la garganta y le tiembla la mano al servir las tazas de café con leche.
Casi se le cae la jarra del espanto al escuchar de pronto el estrépito. Es Chabela, quien regresa ruidosamente acompañada de varias señoras, sus antiguas amigas: a todas quiere presentarles a su futuro esposo: “un quiropráctico de lo más distinguido en Matehuala”. Carga tamales como para todo un ejército.
—¡A ver! ¡El novio! ¡El novio! ¡No sabe usted el estuche de monerías que se ganó con Chabela! —gritan todas.
—Lo sé, lo sé —dijo Danny sopeando su café con leche—, ¡es una santa! ¡Si vieran cómo la quieren mis hijos!
El gordo Danny era viudo y no se daba abasto, el muy enmudecido, con la educación de dos hijos chiquitos.
—¡Ya le dicen “mamá”! —confiesa Danny a la señora Elvira.
—Pues me los tienen que traer pronto, antes de que me muera y ni quién se entere hasta que salga la peste por las ventanas... Ah, y para entonces que ya estén acostumbrados a decirme “abuelita” —dice la señora Elvira, y corre a la cocina por platos y a deshacerse de su cuchillote escondido.
Se burla de sí misma: “Ahora sí que estás bien chocha, Elvi”. Pero, a la vez, siente que quien le susurra esa frase en el alma es el guasón de su marido Isidro. ¿Se escucharán esa noche por todo Tulancingo carcajadas de algún ánima en pena? “¡Nomás te oigo reír, y pongo tu retrato de cabeza”, amenaza mentalmente al finado. “¡Y no le vayas con el chisme al doctor Garduño, cuando esté dormido!”.
La señora Elvira sospecha que el difunto le cuenta cosas en sueños a su amigote, pues el doctor Garduño siempre sabe, misteriosamente, si ella toma o deja de tomar adecuadamente las medicinas; o si le echa sal a su comida, lo que tiene prohibidísimo, al igual que el anís, las conchas con nata, el café con leche, la manteca, los tamales, la carne de cerdo y un montón de manjares más.
Empieza pues la tamalada. A todas las señoras les parece de lo más normal que la viejita llore un poco por la emoción de ver a su hija nuevamente segura y encarrilada. ¡Y tener nuevos nietos, aunque políticos! Ya cuenta con ocho legítimos. Ahora serán diez.
Chabela olvida todo rencor por los regaños telefónicos y le planta un besote a su mamá en plena mejilla.
—Ay, Chabela, tú siempre de melcochosa.
Como todas las invitadas hablan a la vez, ninguna se fija en que Danny es un gordo aburrido y mudo. De cualquier manera, piensa la señora Elvira, un distinguido quiropráctico de Matehuala representa un razonable partido para una mujer estéril, divorciada y entrada en años. “¡Pobre Chabela! Ojalá ahora sí sea feliz y no se pase sola, ella y su alma, el resto de sus días.”
—En Tulancingo no hay muchos quiroprácticos —propone hábilmente la señora Elvira—; y con nuestras relaciones, le conseguiríamos pronto harta clientela... ¡Y ya ve que en esta casa sobra espacio para todos!
Horas después, cuando se retira a dormir, mira con severidad el retrato de su marido en su marquito de plata, sobre la mesita redonda con mantel de encaje: “¡El Acapulco de las ánimas en pena...!” Yo nomás te digo, Isidro...”


LAS TRIBULACIONES DE UNA MEXICANISTA

1
No me gusta aburrir a mis alumnos, ni mucho menos a mis nietos, con el cuento de qué bonito era el México al que llegué para quedarme a finales de los años cuarenta. Era espantoso; aunque menos bronco, más controlado. Había algunas zonas lindas y pacíficas, pero muchas otras (hablo de la capital, y mucho más de la provincia) adonde ni los extranjeros ni la gente más o menos acomodada se atrevían a aventurarse. Y no digamos por la miseria, sino por las epidemias. Había epidemias en todas partes.
Pero a nadie le gustaba hablar de eso. Que antes de la Revolución todo estaba mucho peor y que, de cualquier manera, decían, ¡por fin la Revolución había terminado! “¡Qué matazón, Julie; qué hambres, qué destrozadero, qué horrores!” Ya les iría tocando a otras regiones la prosperidad, a su turno. Cuestión de orden y paciencia.
Se veía mucha prosperidad. Todo mundo se andaba construyendo casotas, y a cada rato se inauguraban avenidas, carreteras, escuelas, hospitales. Era un primor ver a las enfermeras almidonadas de las campañas de vacunación. No sólo el gobierno estaba de plácemes; también los hombres de negocios rebosaban optimismo, y hasta fuera del país se hablaba de México como de una inminente potencia industrial.
La verdad es que me escandalicé bastante durante mis primeros tiempos en México, por el grado y la extensión de la pobreza, y eso que yo venía de una granja de Kansas azotada por la Depresión; y en mi infancia conocí algo de hambre y de ropa remendada, casi harapos. Para no hablar de la situación de los negros en el sur de los Estados Unidos. Pero la pobreza mexicana tenía algo de repugnante hasta para el pensamiento. No sólo dolía verla, sino imaginarla como algo que venía de siglos y continuaría por siglos: que la civilización mexicana tenía eso en su centro: la convicción, la resignación de que la miseria más atroz era inevitable, esencial, perdurable; y que no quedaba otra solución que levantar islotes que escaparan de ella.
“Es el síndrome del gringo”, me dijo mi esposo. “Pero ve el mapamundi: todo el mundo es así, hay muy pocos países afortunados”. Que entonces eran mucho menos que ahora, pues toda Europa estaba en ruinas, Asia peor, y buena parte de los Estados Unidos tenía aún sus espectáculos patéticos. “Ya se te pasará.”
Pero yo no venía a cambiar el mundo. Me había sacado una especie de lotería y estaba convirtiendo mi vida en un cuento de hadas. La granjera que de chiquilla andaba descalza en Kansas (Somewhere over the rainbow) había llegado, por una beca del New Deal, al Daylon College. Estudiaba ahí un poco de “artes”, lo que significaba todo y nada, cuando me encontré en una fiesta a todo un grupo de latinoamericanos increíbles, inscritos en Business Administration o Entrepreneurship, entre los que estaba Rodolfo, mi futuro esposo.
Guapísimos, bronceados, deportistas, algo calaveras y llenos, llenos de dinero. Todos eran desde luego hijos de potentados latinoamericanos. Algunos de ellos hasta han resultado ministros y presidentes de alguna república. Me parecían maravillosos. ¡Todo ese dinero a tan temprana juventud; esos carros, esas parrandas, esos regalos!
Les chiflaban las rubias de ojos azules o verdes (más los azules que los verdes), y ahí andaban siempre con su cortejo de colegialas disfrazadas, a sus expensas (la ropa, el maquillaje, los sombreros carísimos), de artistas de cine. Por pura puntada nos íbamos los fines de semana a los grandes hoteles, o rentaban yates, o nos colábamos en fiestas de celebridades.
Yo no me los tomaba tan en serio. Eran simples chicos ricos, más atractivos por exóticos, por caballerosos y liberales en las costumbres (claro: andaban fuera de casa, ya los quisiera haber visto frente a sus abuelitas); y se fijaban en nosotras. Ningún chico rico de mi tierra se había fijado en mí: sólo mis vecinos de Kansas, quienes en el mejor de los casos apenas contaban con la carcacha oxidada de su papá para un paseo el sábado, oyendo swing en la radio. Y mis paisanos eran hoscos. Y puritanos. Y mandones. Con los latinoamericanos, en cambio, puro relajo.
Ahí andábamos pues las güeras afortunadas bailando conga con el alegre club latinoamericano. Lo peor de esos chicos, que ni estudiaban ni nada, que ni siquiera aprendieron propiamente el inglés, es que no sólo se chiflaban por las rubias: se casaban con ellas. Y yo no lo pensé dos veces para aceptar a Rodolfo (hice bien: vivimos bastante contentos durante más de cuarenta años). Y las dudas de mis padres (sobre todo porque Rodolfo me exigía cambiar de religión, y el papismo no era muy bien visto en Kansas) se disiparon pronto.
Mis futuros suegros los invitaron a su casota en la Colonia del Valle, llena de bugambilias y jacarandas; los pasearon por Cuernavaca y por Taxco, los presentaron con sus amistades, que a mis padres les parecieron tan elegantes como los europeos (sobre todo las mujeres) y de una moral cristiana, aunque papista, intachable. (¡Tantas novenas, rosarios, primeras comuniones, velorios, obras de caridad!) El tiro de gracia fue la fábrica de conservas de mi suegro, ligada a un gran consorcio norteamericano: ¡Nunca se había soñado en mi granja de Kansas que alguien de la familia llegase a ser dueño de una fábrica de conservas!
Muchas cosas de México me gustaron de inmediato. Sobre todo las mujeres, tanto las señoras casadas como las chicas de mi edad. Me visitaban todo el tiempo, me invitaban a sus casas, me platicaban de mil cosas mexicanas como si me estuvieran catequizando (también me catequizaron en forma, para que me volviera una católica completa). Era yo como su favorita muñeca gringa. En un dos por tres empecé a hablar en español, y en español coloquial de clase media, que perfeccioné en cursos de la Universidad Femenina.
Pero aun así, y ya con mi primer hijo (y la magnífica nana Chabela que Toña Suárez me hizo traer directamente de Meztitlán), me entraba como cierta tristeza, como cierto aburrimiento. No me bastaba el hogar, necesitaba otras cosas. Todo era un cuento de hadas, pero sin mi patria, ni mi familia, ni mis viejas amistades. Entonces Cecilia Valderrama, algo feminista, me recomendó que siguiera estudiando: “¿El college es una especie de universidad, no? ¡Pues sigue estudiando “artes”! Hay unos Cursos de Verano magníficos en la Universidad Nacional, y además puedes meterte de oyente a cuantas clases regulares quieras; y hasta inscribirte formalmente!” Así comenzó mi vocación de mexicanista.

2
Por gratitud a mis amigas mexicanas, todas tan católicas, empecé mi aprendizaje del mexicanismo por los viejos templos del centro. Nunca me gustaron. Tan tiznados, tan sombríos, tan retacados de santos mustios o angustiados, con tanto oro entre la mugre y ese aire viciado de flores, cirios y mala ventilación.
Había una complacencia, no sé si gubernamental o clerical, por el deterioro y la mugre. “¿Por qué no mandan limpiar los cuadros? ¿Por qué no encomiendan a los conscriptos, a quienes nomás tienen como tontos marchando las horas de las horas en torno a parques y patios con fusiles de palo, para que limpien las fachadas con escobeta y jabón?”. ¡Y las bancas, y los pisos! Además de tanta agua bendita, deberían correr por esas iglesias raudales de algún santo líquido desinfectante.
Seguía yo a unos maestros viejitos, muy célebres en la Universidad, que sonreían con benevolencia ante mis ocurrencias de gringa boba. “¡Pero Julie, no ve que así perderían la pátina!” Tuve que ir al diccionario para distinguir entre pátina y patena. (Corría el chiste de que para permitirle un beso al novio, las gringas le desinfectábamos primero la boca: ¡y ya eran los tiempos de Colgate y Astringosol, que usaba toda la clase media mexicana!)
Como no me atrevía a enfrentar a los eminentes catedráticos, la agarré contra Rodolfo, y brotó toda mi educación de granjera de Kansas: “¡La mugre es la mugre, y se lava! Punto. ¡Las cosas deterioradas están mal, y se reparan! Punto.”
Rodolfo se me río en la cara: “No seas inocente, mijita —en cuanto nos casamos, empezó a engordar y a encalvecer velozmente, y a decirme “mijita”—; yo no sé lo que sea el arte, pero sé que así es el arte: así están los palacios y templos de París, Florencia, Roma, Venecia, ¡puerquísimos! Te voy a llevar a Europa.”
Y nos fuimos a Europa a mediados de los años cincuenta, y encontré que todas las Obras Cumbres de la Humanidad estaban deterioradas y puerquísimas. Ganas no me faltaron, en el propio Louvre, de agarrar cubeta, cepillo y jabón y destiznar aunque fuera un poco alguna célebre estatua de piedra. Rodolfo se carcajeaba. Pocos años después me le carcajeé yo: André Malraux, Ministro de Cultura de De Gaulle, mandó limpiar medio viejo París con chorros potentísimos de agua y no sé qué sustancia química. Los edificios quedaron entonces casi dorados, chulísimos.
Los mexicanos conocen cuanta baratija gringa exista, menos su literatura. Sólo saben de Tom Sawyer por la película. Pero cierto hondureño cabrón, cabrón de veras, con nariz de pájaro, también mexicanista amateur, cansado de mi perpetua cantilena contra el “barroco mierdoso” y “la pintura novohispana donde se distingue menos a los santos que a tres siglos de caca de moscas”, me echó un día en cara ¡al propio Mark Twain!, en Innocents Abroad. Knock Out!, como se desgañitarían los locutores de las peleas de box por radio. Era una de esas horribles ediciones en papel periódico de Penguin Books, de la época de la guerra.
En ese libro, a Mark Twain le molestaban las turistas gringas que sólo encontraban ruinas en Grecia o en Italia: “¿Es que acaso esos genios antiguos nunca terminaban lo que empezaban? ¿Toda su arquitectura consistía en unos cuantos cimientos y columnas rotas? Si una empieza a construir algo es para terminarlo, ¿no? Para nomás botar el tiradero ¡qué chiste!”... Algo así.
Nada me indigna más que se me tome por gringa boba. De modo que de plano le contesté:
—Pues bien pudieron los aztecas y los otros mil pueblos mesoamericanos inventar algo más ingenioso que las pirámides. Son cerros artificiales de piedras. En Egipto se explica, por el desierto. Pero si algo sobra en México son cerros, ¡y naturales!
Por fortuna no fui denunciada a Gobernación, ni me aplicaron el artículo 33. Nada más risas y más risas. También le dije que era una extravagancia mexicana contar siempre con tantos templos semivacíos y con tan escasas cárceles atiborradas. Sería más cristiano habilitar tantas iglesias y conventos sobrantes como reformatorios.
Para entonces ya llevaba varios años en México: era tan mexicana como el chile cuaresmeño, con hijos mexicanos (ésos me salieron en su juventud un tanto agringados, rocanroleros y jipiosos, pero se corrigieron a tiempo); y tan hábil para cocinar arroz rojo, mole poblano y chiles en nogada como cualquier veterana de San Martín Texmelucan. (Por nada del mundo, sin embargo, como pancita, mondongo, nenepil, birria ni menudo. Tampoco insectos vivos, aunque sí los fritos o cocinados: poquitos y de botana.) Así que no dejaba que me vieran tan fácilmente “el ojo de gringa”, como también les llamaban a los azules billetes de cincuenta pesos.
En una discusión durante los entonces inevitables juegos semanales de canasta, whiskies de por medio (mis amigas beatonas y finas eran bien whiskeras), sin mayor tapujo señalé que el hecho histórico más interesante que yo había descubierto en “ciertos mexicanos”, era su hipocresía cultural. Se les atragantaron los whiskies.
Enronquecían con elogios, de pura lengua para fuera, sobre las iglesias barrocas del centro, a las que casi nunca iban; sólo asistían de diario unos cuantos pobres y dos o tres turistas perdidos. Pero se hacían construir en sus colonias residenciales un tipo bien diferente de templos: modernos como naves espaciales; iluminados, ventilados, limpísimos, atractivos como lujosos salones de baile; con alguna moderación en las imágenes (y no puras bodegas de borrosas y cacofónicas Inmaculadas), y aun así colocaban en los hincaderos sus pañuelos almidonados, para no ensuciarse las medias nylon —en esos años, ninguna mexicana de cualquier clase social admiraba más a la Coatlicue que a un buen par de medias nylon— con la basura de las proletarias rodillas anteriores.
Algún cura de “la nueva ola” (empezaba la nueva ola de los curas, medio dandies, revestidos de resplandecientes ornamentos de Balenciaga y hasta medio existencialistas-en-Cristo: ¡El Altillo!) me dio la razón:
—¡Esos templos no se construyeron para museos tenebrosos, sino como lugar de oración y de reunión de los fieles! El gobierno se empeña en mantenerlos como antiguallas para hacerlos más desagradables. Para decir: ¡qué apestosa y derrochadora fue la época clerical! Si por mí fuera, todo lo mandaría limpiar y reparar; y lo que hubiese que derribar, ¡pues abajo con ello! Hay que contar con templos eficaces y no con antiguallas. Precisamente lo que se hacía en los tiempos virreinales. Nada se construía ni se pintaba “para siempre”, sino para que sirviera en su momento; y cuando dejaba de servir, ¡pues se tiraba lo caduco, y se construían y pintaban nuevas cosas! El gobierno quiere que, si una vieja silla está rota, siga rota en exhibición perenne: que eso es La Historia Patria. Puros escombros. ¿Qué memoria nacional puede ser una memoria de puros escombros? Qué raro que los gobiernos liberales se dediquen, primero, a bombardear y derribar cuanto edificio religioso encuentran, ¡y luego conviertan en joyas históricas intocables los escombros que dejaron!
—Ay, padre, lo van a quemar vivo.
—Ni se crea, Julie; muchos políticos opinan lo mismo, pero no se atreven a decirlo por el momento. Vendrán tiempos mejores.
Y en efecto, por esos años, supuestamente todavía anticlericales, surgieron infinidad de nuevos templos con vitrales modernísimos (¡hasta de Vasarely!), pisos relucientes de mármol, Cristos menos sanguinolentos y angelitos menos nalgones y mosqueados.
Los nuevos curas hasta tomaron de Walt Disney cuanto quisieron para amenizar las Sagradas Escrituras: una veía en todas las iglesias a Bambis de cartulina (años del furor por Bambi y por Dumbo en dibujos animados), como el ciervo del salmo que corre “a la fuente de agua viva”. Sólo faltó el Pato Donald —un Scrooge— como Judas en la Última Cena.
Pero la academia es dogmática, y a nadie importaba mi opinión, sino que repitiera las de un Genaro Estrada, un Jiménez Rueda, un Marqués de San Francisco, un Guiza y Acevedo, un Valle-Arizpe, un Monterde, un Toussaint, un Justino Fernández y un De la Maza. Había que dar lección: memoricé sus libros y aprobé mis exámenes. Resulté una gringa un tanto boba, pero finalmente mona y bienintencionada.
Además, todo mexicano se impone la tenaz misión de convertir al mexicanismo a todo gringo, como los curas se empeñan en volver católico a todo protestante. De modo que yo era su tarea inmortal, je: su “misión”. Algún día ganarían y me verían embobada ante los estípites. Mangos.
Se requirieron pronto mis servicios de traductora para los paseos históricos de los alumnos y visitantes distinguidos norteamericanos. Me pasé años de traductora histórica de la legua, de Acolman a Taxco, y de Tepozotlán a Tonanzintla (¡qué iglesita de cómics es Tonanzintla, qué paraíso para Mickey Mouse!), hasta que me ascendieron a guía oficial bilingüe. Digo que también quedé autorizada a explicar historia en español a mexicanos.
Conozco pues todo templo, capilla o convento del centro de México. Luego, siguiendo a Malraux, se limpiaron y sacudieron un poquito; algunos hasta se restauraron en forma. Eran a veces, en efecto, preciosos; un alarde de habilidad indígena y de los arquitectos o albañiles españoles y criollos, generalmente improvisados, que los levantaron; me seguían pareciendo rarísimos, con una concepción de la religión y hasta del ser humano que ya la sociedad mexicana, incluyendo la más conservadora, no compartía. Para nada.
¡Tan estrechos y tan altotes, y llenos de estorbos visuales (capillas, estatuas, cuadros, confesionarios, enrejados para canónigos, ir y venir de monaguillos y sacristanes; cajones de limosna, dispositivos para docenas de veladoras, florerotes y candiles mochos y gigantescos)! ¡Lo único que jamás se veía era el altar, donde supuestamente ocurría la acción! Ahí, de espaldas al público, se escondía el cura a trajinar con sus hostias, como el avaro a contar su dinero.
Cuando funcionaban como simples museos, daban tristeza: vacíos, pretenciosos, pedagógicos. Libros de texto obligatorio de perenne y engolada Historia Patria. Como los mastodontes marmóreos de Washington. Cuando también funcionaban como iglesias se veían mejor: los fieles les daban un sentido actual, aunque contradictorio. ¡Tanta moda Life en el vejestorio de San Pablo! Esas Inmaculadas de enmarañado largo pelo suelto miraban con envidia a sus devotas, todas rizadas con tubos o a la permanente.
A principio de los años sesenta, durante una boda en plena Profesa, tuve que fingir un ataque de tos para no delatar un acceso de risa loca: el Concilio había transformado el concepto de música sacra, y (desde luego sin pagar derechos de autor) el clero mexicano adaptaba en castellano varias canciones de Broadway para acompañar el ofertorio y la comunión. ¿Qué era lo que se estaba cantando entre la mugre y las antiguallas de La Profesa? ¡To dream an impossible dream!, aplicado, claro, a la eucaristía.
Poco después hasta en Huexotzingo se cantaba, con la letra trucada, música de Los Beatles. Al ratito van a cantar “Like a prayer”, de Madonna, frente a los falsos De Vos, Correas, Villalpandos y Cabreras. Y a Elvis: ¡Oh Ecce Homo, love me tender! O a los Stones. (Yo prefería rezar, cuando me daba por comunicarme con el Más Allá, entre la naturaleza: en La Alameda, Chapultepec, El Desierto de los Leones, El Chico, durante mis paseos, que en semejantes bodegas polvosas de lo barroco-sagrado. El poeta Carlos Pellicer me daba la razón.)

3
No está bien que una abuela relate las debilidades y defectos del marido difunto. Hay que cuidar la imagen paterna, como se dice hasta en Kansas. Y más cuando se trata de un hombre como Rodolfo, quien siempre me adoró y me consintió, así como a los hijos. No tuvimos mayores tropiezos que lamentar en nuestra familia. Pero de que era un calavera, ni negarlo; y eso lo supo todo México.
No me puedo llamar a escándalo. Lo conocí calavera. No fui su primera novia ni la primera güera a quien propuso matrimonio, aunque creo que sí la primera que lo aceptó. Los “latinos”, aun con mucho dinero, tenían una fama terrible hasta en Daylon College. Tampoco yo era una virgencita ni regaba las flores, como dicen por acá. Pero nos queríamos y creíamos en la familia. Eso ocurría entonces lo mismo en un rincón de Kansas (bueno, en Kansas no hay tantos rincones, pero da bien la idea) que en la Colonia Roma: sólo lo verdaderamente terrible justificaba la ruptura total de la familia: el divorcio.
De modo que no me divorcié de Rodolfo cuando, sin querer, yo siempre tan despistada, tan mexicanista de la legua, medio camuflada de tehuana, explicando a los turistas “cultos” y a los aficionados a la historia “el cordón de San Francisco” y el “árbol de los Guzmanes”, me fui enterando de sus amoríos y parrandas disfrazadas de viajes de negocios.
Su fábrica se había ramificado por Monterrey, Guadalajara, Puebla. No sé cómo le hizo para no quebrar, con semejante vida. ¡Al contrario, prosperaba y prosperaba! Y el muy menso lo lucía, como buen mexicano que siempre anda presumiendo todo lo que tiene y hasta lo que no. Diario la letanía: Que ya era más y más y más rico. Yo me sospecho que la oficial economía “proteccionista” de esa época, y otros tratos con el gobierno, le impidieron la ruina que habría encontrado en otro país, pero de inmediato, al competir con empresarios menos enamoradizos y parranderos.
Tanto presumió su dinero que le cayó el castigo celestial. Las mujeres mexicanas entonces (y creo que también ahora) estaban legalmente desprotegidas contra tales donjuanes: les costaba cien pesos en los juzgados sacarle al seductor un peso por engaño o abandono, o para pensión de sus hijos.
Pero las norteamericanas habían avanzado más. Y ya les conté que a Rodolfo lo chiflaban las gringas de ojos azules y verdes (más los azules que los verdes). De modo que un buen día me citó un empleado del Consulado de los Estados Unidos. Resultaba que mi entrañable Rodolfo se había hecho de dos queridas, una en Monterrey y otra en Guadalajara (eché de menos a alguna en Puebla), ¡ambas gringas, güeras y de ojos azules!
No se había casado también con ellas, afortunadamente, pero sí las había seducido en territorio norteamericano, presentándose como soltero y con formales promesas de matrimonio ante infinidad de testigos. Eso allá puede constituir un delito: una especie de fraude, y las despechadas se atreven a reclamar a los donjuanes ricos por millones de dólares.
Las había traído a México, las había nacionalizado no sé cómo, y claro: les había puesto casa y hecho varios hijos. Le estaban reclamando un dineral en tribunales de Houston e Ithaca. El empleado consular me informaba de la situación y casi me aconsejaba interponer, como la esposa legítima, y cuanto antes, mi propia denuncia, para ganar prioridad en el atraco conjunto de las güeras ojiazules a los bienes de mi marido, ya calvo y panzón.
Que si lloré, que si no lloré; que si le menté la madre, que si me pidió perdón de rodillas; que si le impuse recámaras separadas; que si en respuesta me llevó un gallo de veinte mariachis, a quienes corrí ipso facto a florerazos (siempre he detestado a los mariachis y a los tríos; otra cosa es la marimba); que si acudí a mi conciencia (caminando como loca con mi rosario por los Viveros de Coyoacán), y sobre todo a la de mi madre, en una larga distancia a Kansas que duró tres horas (mi madre en eso resultó casi michoacana: “¡La familia es lo primero! ¡Siempre al lado de tu marido y de tus hijos! ¡Que esas prostitutas cazafortunas no le quiten ni un centavo, porque también es tu patrimonio y el de tus hijos!”.
Total, me alineé como buena soldadera al lado de Rodolfo, ahora sí que como María Félix al final de Enamorada, con trenzas y todo. (Por cierto, para regatear en la Merced y en la Lagunilla, me daba la chifladura de peinarme de trenzas: nada conmueve más a un marchante mexicano que una güerita con trenzas y listones de colores. Se sienten halagadísimos. Hasta quisieran regalártelo todo.)
Rodolfo siempre tuvo suerte, el mañoso. Todo su dinero en bancos norteamericanos pasó a mi nombre de soltera (nos habíamos casado en México). No le arrancaron un dólar, aunque estuvo años sin poder entrar legalmente a los Estados Unidos (lo hacía a cada rato con un pasaporte “oficial” falso y otra identidad).
Y lo peor, lo peor (ya para entonces mis hijos eran adolescentes), es que terminamos como los chamacos locos que bailaban conga en Daylon College: me visitó con mayor frecuencia cuando estábamos peleadísimos y en recámaras separadas que cuando roncaba sus borracheras, a toda máquina, a mi lado. Y para que vean que también en Kansas se cuecen habas, ¡a veces nos peleábamos a risa y risa, ambos, como si estuviéramos cometiendo una simple travesura! (Es justo señalar que dejó en su testamento cantidades considerables para tres de los hijos de sus aventuras.)

4
Ustedes pueden colegir que en los primeros años de mi matrimonio, Rodolfo aplaudió mis aficiones mexicanistas para darle más fácilmente vuelo a la hilacha. Pero también porque me veía contenta. Luego, cuando se reformó (o dizque reformó: o lo reformaron el envejecimiento prematuro y la mala salud a los que lo condujo su ajetreo), siguió aplaudiendo cuanto se me ocurriera.
He sido siempre una mujer robusta, alta, de buen sueño y costumbres sencillas, con demasiada energía: en sus últimos años, debió haberle causado todo un alivio tenerme algunas horas fuera de casa. Todavía hoy, puedo ir con mis nietecitos a los toros (no todas las gringas nos desmayamos frente a los toros), al futbol, al mercado, y ni quien se atreva a faltarme al respeto. O así le va.
En justicia, debo colocar en la balanza que yo también me di el lujo de uno que otro novio, no siempre tan platónicos, pero sin la exageración de Rodolfo, quien en cuestión de amores me parecía uno de esos personajes de canción ranchera, gritoneada por marichis ebrios y medio meados en el Tenampa.
El primero fue el hondureño cabrón, de nariz de pájaro. Me sedujo con el truco de fregarme a sol y sombra con el mote de “inocente”, o sea el de gringa boba. Yo ya tenía mi Maestría en Historia, de la Universidad Nacional, con mención honorífica; y tesis sobre “Las resemblanzas o ‘citas mexicanistas’ en la plástica prehispánica, colonial, pintoresca del siglo XIX y el muralismo”. Esas cosas parecían una genialidad en los años cincuenta.
Edmundo O’Gorman quiso rezongar un poco durante el examen, pero ahora sí que nos miramos de feroces ojos claros a feroces ojos claros; y terminó aprobándome y asistiendo a la gran tamalada con que celebré en casa mi recepción profesional. Luego anduvo diciendo que no me había aprobado por mi tesis, que según él era “disparatada e indigesta”, sino nomás por mis tamales “de celestial monjita de Antequera”. Cursi y mamón, el sabio O’Gorman. La verdad es que me había tenido años en el Archivo General de la Nación localizando y fichando documentos para sus obras eruditas.
El hondureño cabrón carecía de todo aval académico, pero dizque era poeta, y publicaba sus ocurrencias en varios periódicos. Eran textos un poco literarios (para disimular su falta de conocimientos históricos), donde narraba, por ejemplo, que entraba a tal museo o recinto y una bellísima musa imaginaria, con huipiles guatemaltecos y milenarias joyas zapotecas, sostenía con él discusiones sesudísimas y llenas de arranques líricos. Esa musa inconsútil y discutidora, algo deletérea, se llamaba Ligeia (Poe, por supuesto). Era yo.
Por esos años el museo de piezas prehispánicas estaba en Palacio Nacional, sobre la calle de Moneda. Era tan tétrico y oscuro como Catedral, Santo Domingo o La Profesa. También le faltaba (y a todo Palacio Nacional) su buena escobeteada y un montón de ventanas o respiraderos. En esto también los mexicanos son exagerados, excéntricos, seguidores del peor cine del Indio Fernández, con el rigor mortis de la fotografía de Gabriel Figueroa.
Todas las piezas prehispánicas, que en sus buenos tiempos estuvieron al sol, en las propias pirámides, plazas y exteriores de otros edificios, las exhibían en salas sombrías como cuevas. Así se veían más terroríficas, supongo, más misteriosas: con mayor “pátina” de cubil de caníbales. Y claro: no se distinguía nada en detalle. (Volvieron a las andadas hace unos cuantos años, en la exposición de no sé cuantos siglos de arte mexicano, en San Ildefonso. ¿Por qué la lata mexicana de concebirlo todo en “docenas de siglos”? Toda piedra es milenaria. Y el más humilde cerro resulta más antiguo que cualquier énfasis de museografía cavernícola. Punto.)
Los grandes artistas náhoas no esculpieron monolitos para encerrarlos en clósets ni en cuevas. Era escultura solar, de exteriores. Tampoco para estar arrejuntadas como en camión de segunda (ya no hay camiones de segunda: digamos, en pesera, o en metro), sino aisladas y bien destacadas, a la vista de la muchedumbre.
Bueno: pues ahí estaban el poeta hondureño y Ligeia discutiendo. Ella decía que a esas piezas les faltaban luz, espacio, muchedumbre y... ¡sangre! ¿Se trataba o no de destripar víctimas propiciatorias? El hondureño fingía escándalo, feliz en su fuero interno de que se denostara a los aztecas (como buen centroamericano, se sentía maya, celosísimo de la preeminencia azteca; y por entonces se creía que los mayas habían sido unos santitos que nomás contaban estrellas y jamás cometían travesura alguna).
Decía el hondureño que en tal caso el Vaticano debiera estar tapizado de las osamentas (si se pudiesen exhumar) de los millones de asesinados en las guerras entre sectas, y los de las cruzadas y en la conquista de otros continentes, como las fotos de los campos de concentración hitlerianos. Ligeia respondió, con voz del Cuervo de Poe: “Me parecería lo más justo. ¿Por qué sólo Cristo y los mártires han de ser exhibidos en su desgracia? Que se exhiban también las desgracias que tales “sufrientes” provocaron a otros pueblos, a otras religiones”. (Como se ve, sigo igual que en Kansas: antipapista; que mi compadre san Cayetano, a la edificación de cuyo modernísimo templo en Insurgentes Norte contribuyó abundantemente mi marido, me perdone. Luego le mando sus flores: He nombrado a san Cayetano el protector oficial de las gringas bobas.)
No sé si me gusta o no el arte azteca. Pero me impresiona. Debo decirlo: me horroriza. Lo admiro con el horror de ciertos grabados y cuadros de Goya. Los mayas, en cambio, me fascinaban: esos efebos, esas estelas como páginas de inconcebible geometría. Ya dije lo que entonces se pensaba de los mayas. Ahora acaso haya que admirarlos también con terror.
Eso decía en los diarios Ligeia. El hondureño cabrón de nariz de perico le respondía que no había que leer “literalmente” ese arte, sino como “símbolo”, como “forma pura”. ¿Símbolo, forma pura el arrancadero de corazones? ¡Pues que sí! De la misma manera se admiraba en el Viejo Mundo a Ares, a Apolo, a Atenea, a Artemisa, a Zeus, a Hera, a Poseidón, cuyas atroces aventuras cantan los libros clásicos; y de las que —atacó Ligeia— sólo nos olvidamos por debilidad pornográfica, frente a su look nudista de cover girls y top models.
Ligeia añadió una frase de alguna celebridad europea de la época (no he encontrado la cita en Gide ni en Valéry, pero me suena más a éste último, aunque el primero se atrevió a “aburrirse” con “el bélico acento” de La Chanson de Roland): La Ilíada es una historia de asesinos, una aburridísima nota roja como directorio telefónico de apuñaladores arbitrarios y mañosos; una exaltación del guerrerismo y la masacre totalmente injusta. Las troyanas tenían toda la razón.
Ligeia sonaba muy drástica en los periódicos mexicanos de los años cincuenta, pero en Europa se tomaba muy en serio la frase extremista de Theodor W. Adorno de que, después de Auschwitz, constituía casi un crimen la poesía lírica (la cita probablemente es inexacta, pero así circulaba).
Ligeia, en esos años, estaba horrorizada de la guerra y del arte guerrero. La aterraban particularmente la Unión Soviética y los propios Estados Unidos, enloquecidos en su producción de bombas. Estuvo a punto de quemar su pasaporte norteamericano en una manifestación semicomunista en Avenida Juárez.
Se parecía a sus contemporáneos de medio mundo... menos de los de México, quienes no había sufrido la guerra y ya habían olvidado los costos humanos de su Revolución; seguían venerando a puro prócer de batallas y cantando su bélico himno: “¡Mexicanos, al grito de guerra,/ el acero aprestad y el bridón./ Y retiemble en su centro la tierra/ al sonoro rugir del cañón!”. ¡Cuánto aztequismo criollo! Y mestizo. Con razón destacan tanto a los aztecas, sobre infinidad de pueblos mesoamericanos menos guerreristas. Yo prefiero a los totonacas, a los Voladores de Papantla.
¿Pero qué quería decir el hondureño cabrón de nariz de cacatúa con eso de que había que olvidar la historia azteca, y ver en sus monolitos “la pura forma”? Primero, claro, que había que disculparlos. Ligeia arremetía: No fue una extranjera boba y turistona, sino multitud de pueblos mesoamericanos, quienes se quejaron ante Cortés, y tomaron las armas a su lado, para acabar con esos Hitlers de grandes penachos de quetzal; tan estorbosos, si hemos de creerle al Códice mendocino.
Aquí ardió Troya, hablando de Hitlers; y agradezco a Dios y a todos los angelitos cachetones de Tonanzintla que nadie haya identificado a Ligeia. Los lectores la tomaron como un simple personaje caricaturesco del extranjero bobo e ignorante, sobre todo del “pinche gringo”, quien se permitía alegremente echar bombas H en Hiroshima y Nagazaki, y arrasar Corea desde bombarderos (¡todavía ni siquiera llegaba Vietnam!), pero ni aun después de medio milenio les perdonaba a los aztecas su chulo ábaco de cráneos semiputrefactos (aunque hay quien defiende que se trataba de puros cráneos mondos y lirondos —el tzompantli—), ni unos cuantos costales de corazoncitos tiernos.
La gringa boba era un personaje típico del teatro de los años cuarenta y cincuenta de México (un dialogo de Novo, las carpas), del cine (Tin Tan, Pedro Infante), de la radio, de las novelas. Al mexicano se le trataba igual del otro lado: ¡lo que, dizque con la mejor intención, hizo Hollywood de Cantinflas en Pepe!
Por “forma pura” había que ver en los aztecas a puros precursores de Picasso y Henry Moore, de los fauvistes y los expresionistas alemanes; de Dadá, Artaud, Breton y Tamayo. ¡Qué pedantería! A Ligeia no le gustaban los vanguardismos: era fervorosa partidaria de Diego Rivera (no en sus amontonaderos demagógicos de políticos contemporáneos, como en la escalera de Palacio Nacional, sino en su gauguiniana recreación del indio popular, en la vegetación, en el mercado, en sus fiestas y bailes, con las marchantas de flores y las madres-niñas que en su rebozo cargan el bebé a la espalda: porciones de San Ildefonso, Educación, Chapingo, Cuernavaca; tanta obra de caballete).
Por entonces, ya muerto, ¡cómo se volvió deporte nacional fastidiar a Diego Rivera! Cuando algo de veras horrible inventan los mexicanos, como los mariachis y los tríos, ¡cuánto lo celebran! Si logran algo bueno: a derribarlo a pedradas. Ligeia siempre defendía a Diego, incluso comunista y dizque caníbal y todo. (De Frida se sabía muy poco en aquel tiempo: casi no exhibía.)
Incluso, para molestar al hondureño, Ligeia alegó que ¿con qué derecho se permitió, durante milenios o siglos, a miles de artistas, pintar puras caras de santos, reyes y pontífices —los políticos, en ocasiones viciosos y cruentos, de su época—; y sólo ahora y sólo a Diego se le reprochaba que pintara apenas un centenar de veces (bueno: que sean doscientas) a Lenin y a Zapata? ¡Vayan a contar los Santiagos y otros apóstoles matonsísimos; reyes, pontífices y soldadones en pie de guerra, con todas sus armas, en los museos europeos! O nomás échenle un ojo a los librotes “de arte” sobre Napoleón.
El hondureño cabrón con pico de guacamaya reunió sus Cartas a Ligeia, en un volumen lujosamente ilustrado a costas de la Secretaría de la Presidencia; ganó el Premio Nacional Manuel Acuña de Letras y la Orden del Águila Azteca.
Ligeia cree ahora que el Pico de Pato tenía razón en buena medida. Algo deben expresar esos monolitos que impresiona, que conmueve más allá del terror, incluso a la gente pacífica, a los espectadores no-sanguinarios. “La pura forma”. Pero, incluso en su vejez, Ligeia sigue haciéndole chistes al cabrón hondureño —quien ha escrito, con una infidelidad que no he de perdonarle, otras Cartas, ahora a cierta musa Belén, mulata, cubana, unos cuarenta años menor que yo, sobre la pintura abstracta, el arte pop y esa tomada de pelo que son las “instalaciones”; volumen también oficial, lujoso y laureado—: ¿Qué de sublime “forma pura” tiene un Tláloc con lentes? ¿Era miope? ¿No se le mojaban ni empañaban las gafas durante sus tormentones en Teotihuacán? ¡Y tantos Tláloc con anteojos, que su pirámide parece aparador de óptica! ¡La “forma pura” de las gafas!
Y basta de Ligeia y del hondureño cabrón, con pico de tucán y amarillentos colmillos postizos, retacado de medallas mexicanas. En ciertos epigramas clandestinos, Salvador Novo lo ridiculizó de lo lindo; también, el malvado Novo, sin conocer su identidad, le jaló las orejas a Ligeia.

5
Ya sé que me van a decir que las gringas güeras (sobre todo las maduronas) van a iglesias ruinosas y museos, plazas típicas y paseos culturales, nomás a ligar nativos o latin lovers. Bueno: tales insignes sitios y recintos a veces cumplen funciones menos nobles, como bailes y comilonas de financieros, caciques sindicales y políticos. Han servido de escenografía para concursos de belleza y para los falsetes y jeremiqueos de las rondallas del Bajío.
¿Y por qué, sobre todo en las mujeres, sólo ha de ser lícito ligar en tugurios urentes como los de Garibaldi? ¿Acaso durante siglos las más decentes, serias y limpias muchachas de México no han echado novio en el interior y en el atrio de las iglesias, en los jardines y plazas públicas (dando vueltas alrededor del quiosco), a la salida de la escuela, en los cines, en su camino a la panadería? ¿No fue Frida a conquistar a Diego frente a uno de sus murales?
Como a mí me dio por el mexicanismo, resultó natural que encontrara amistades, pretendientes y novios durante mis tareas culturales. A los ligadores que cazan gringas en sitios de cultura, por lo menos les cuesta su trabajo intentar alguna conversación elaborada, y presentarse (eso en aquellos años) más bañaditos, despiojaditos y peinaditos, en contraste con tanto engreído lanchero de playa o del asfalto. ¡Este México donde se dan harto paquete los ligadores de lobby de hotel, apestosos a loción barata; y se desprecia al empeñoso galán que tiene que trepar toda la Pirámide del Sol en pos de su elegida extranjera! No comprendo.
En el propio Castillo de Chapultepec me salió otro novio. Cerca del sitio donde se dice que se arrojaron los Niños Héroes. (Sé que no eran tan niños. He revisado el lugar, lo he trepado y destrepado, y no muestra un talud tan pronunciado como para que hayan caído tan fácilmente hasta el pie del cerro en un segundo. Se habrían caído uno o dos metros y ya.)
Bueno: estaba yo profiriendo maldición y media contra la vedette de Carlota y sus franceses, contra ese museo como “camerino de ópera”. Entonces el Castillo estaba lleno de puro lujo imperial: vajillas, muebles, joyas, alfombras, cortinas, espejotes, probablemente falsos y producto del gusto de las esposas de Don Porfirio y Obregón, si no francas imposturas recientes de los museógrafos; y la gente desde luego admiraba hasta las lágrimas a una emperatriz que sabía vivir como toda una actriz de cine, una María Félix), cuando Speedy González (lo llamaremos así, porque este loco, necio y desconsiderado me hizo luego la vida de cuadritos), me soltó una andanada de insultos.
Lo que más me dolió fue que captara con tal aplomo mi acento gringo. Ya me había encontrado yo a muchísimos güeros en México, dedicados a la ranchería. Así que ni mis ojos ni mi cabello constituían mayor escándalo. Y muchas personas me habían jurado que el acento inglés (si es inglés lo que se habla en Kansas, cosa que se suele negar en Harvard) ya no se me notaba para nada; y menos entonces, cuando todos los mexicanos andaban agringadísimos con sus hot dogs, sus O.K., sus Kodak, Chevrolet, Banana Split, Oldfashioned, Bikini, Sunbathed, Wash and Wear, Revlon, Lovable y Helena Rubistein, y cuanta frasecita pescaran en un comercial o en una película.
El See you later alligator!, que bailaba hasta Resortes, venía siempre en seguida del vals canónico en las fiestas de quince años de la más folklórica vecindad. El maestro Novo ya vociferaba contra el Spaninglish y Octavio Paz se había aventado la payasada de que la putrefacción de la esencia de México era “el pachuco”. (Se trataría en todo caso del pachuco de Pachuca, ciudad por entonces polvosa y apestosísima.)
Por otra parte, ya cundía del otro lado la voz de alarma sobre “la invasión demográfica” de los braceros e inmigrantes mexicanos: que solapadamente andaban recuperando todos sus antiguos territorios, y hasta otros más, como Chicago y Nueva York; que tanto idioma español por todas partes amenazaba con destruir la “unidad cultural” (!) de los Estados Unidos. Y hasta Ella Fitzgerald cantaba, con gran éxito, a Consuelito Velázquez: “Bésame mucho” (Kiss me, kiss me forever). Pocos años después se vería al presidente Kennedy y a Jackie “postrados” ante la Virgen de Guadalupe en la Basílica, recibiendo la comunión de las manos “indígenas” del arzobispo Miguel Darío Miranda.
Pues ahí tienen a Speedy González, estudiante de Derecho bastante guapo (y tan “caucásico” con su bigotito recortado a la Errol Flynn, que pudo haberse paseado a sus anchas por una convención de republicanos), ¡denunciándome como agente de la CIA! (La CIA era una institución reciente, y me avergonzaba y repugnaba, como a buena parte del pueblo norteamericano, hasta la punta de los pelos. Resultaba ni más ni menos nuestra KGB, nuestra Gestapo. Y lo decíamos en alta voz.)
Era política de la CIA, teorizaba Speedy, denigrar a los países “latinos” (ergo, Carlota) sólo para exculpar a los “anglosajones” de sus tropelías. Obviamente resultó lector de Alamán, Pereyra y Vasconcelos: Maximiliano (¡austriaco!) por lo menos quiso una patria “latina”, dentro de la hermandad “latina” de naciones; y entregó su vida por “crear un bastión latino contra el imperialismo yanqui” y etcétera, etcétera. (¿Pero acaso Britannia no fue muy latina: una importante provincia romana... lo que no sucedió con México, patrimonio durante siglos de los sajones Habsburgo? ¿No hay mucho de latín en el idioma inglés y en la cultura inglesa? ¿No todo Washington imita —parodia— a Roma... mientras todo el Distrito Federal se conforma con imitar —parodiar— a Los Ángeles? ¿Quién, a la larga, es más “latino” o “sajón” que quién?).
Me reclamó perentoriamente, por supuesto, la devolución inmediata de Texas, Nuevo México, California y demás territorios robados. Como si yo llevase conmigo, en el monedero, la friolera de unos 2 millones 500 mil kilómetros cuadrados. Le contesté que reconocía la injusticia de tal despojo territorial (hasta cierto punto: también los españoles y mexicanos despojaron a muchos indios; que habían atracado a otros, quienes...), pero que lamentaba, por el momento, no poder atender su comprensible y vastísima reclamación; la que, de cualquier modo, sería más formal y sensato presentar, con el mismo alarde de bravuconería con que me insultaba, a la Embajada de los Estados Unidos o a la ONU. No tartamudeé ni pronuncié una sílaba falsa en mi español. Pero la ira me había puesto más roja que un jitomate.
Mis alumnos o “guiados” parecieron en un principio estar de su parte. Pero cometió el error de llamarle “pinche gringa” a una dama; y no faltó alguna señora del grupo, bastante humilde, quien sin más averiguaciones lo tildó de majadero, y lo mandó a buscar mejor cosa en qué entretenerse, si no tenía nada de provecho que hacer. Siempre he simpatizado más con las mexicanas que con los mexicanos:
—¡Siga usted con su clase, por favor, miss!
—Gracias, señora: Estábamos en que el Maréchal Bazaine, un traidor, un corrupto y un cobarde a quien se execra en la propia Francia; y fue condenado primero a muerte y luego a prisión perpetua en una isla remota, de donde por supuesto se escapó...
A los quince días llegué con otro grupo al Castillo de Chapultepec, ¡y ahí estaba Speedy González! No suelo ser nerviosa ni mucho menos timorata, pero a ninguna maestra o guía de aficionados a la historia le gusta que un barbaján, en un instante, destruya el efecto y los conocimientos que una se tarda hora y media en comunicar al grupo. ¡Y que le costaron tantos años de difíciles estudios adquirir!
Caminé de sala en sala impartiendo la peor exposición de mi vida. (Hasta olvidé mi “aria de bravura” de indicar que las tropelías cometidas por el ejército norteamericano en México, les fueron cobradas con creces durante su Guerra Civil.) Pero Speedy González no me volvió a denunciar como agente de la CIA, ni siquiera abrió la boca; de hecho no se integró al grupo, se limitó a seguirnos a cierta distancia. Al final se me acercó con toda cortesía, me ofreció disculpas y me regaló un prendedor con la imagen de la Virgen de Guadalupe, que rechacé. (Semanas más tarde tuve que aceptarlo, porque resultó que lo había hecho él mismo, con sus propias manos, pues tenía la afición de las artesanías.)
Speedy era demasiado joven, demasiado atractivo y demasiado loco. Se enamoró de mí como un desesperado de película. Yo creo que se imaginaba que conquistarme a la brava era su modo de recuperar El Álamo. La gente loca es contagiosa, y al rato yo andaba haciendo locuras: iba a bailar con él a tugurios espantosos, pero dizque “auténticos”; desafiábamos a la policía con manoseos descarados en los parques públicos; me obligó a inventar una excursión a Chichén Itzá para acompañarlo a Acapulco. Un montón de locuras que pueden resultar fatales en una mujer de cuarenta y tantos años, por muy guapa y “juvenil” que intente conservarse.
Rodolfo lo intuyó todo y se abatió por completo. Su mirada de tristeza me impedía deglutir hasta los corn flakes del desayuno. Mis hijos, ya grandecitos, creyeron que me estaba volviendo neurótica, con tantos tatamudeos, confusiones, explicaciones sin pie ni cabeza, lágrimas repentinas:
—Ay mami, ¿no te caerían bien unas sesiones con el sicoanalista?
Entonces me dominó un llanto histérico, pero interminable, hasta que me llevaron a mi recámara, me dieron un somnífero y soñé dos o tres horas unas pesadillas que ni la Coyolxauhqui.
Speedy no admitió que rompiéramos. En vano razonamientos, ruegos, súplicas, llantos. De plano me exigía que me divorciara de inmediato para casarme con él. Que me tenía “metida en el alma”. Llamaba por teléfono a casa a todas horas, y tuve que inventar toda una historia surrealista para cambiar de número. Con el fin de escondérmele, debí pedir licencia de varios meses como profesora ambulante o guía de aficionados a la historia (fue entonces cuando aprendí a bordar chaquira, en lo que me volví campeona); empecé a salir siempre con el chofer a todas partes, hasta para ir al salón de belleza de la esquina.
Todos los días llegaban a casa cartas y ramos de flores que las sirvientas, sobornadas por mí, debían destruir y esconder en la basura sigilosamente y al momento. Un día me dijo Rodolfo: “Fíjate que la Colonia del Valle ya me cansó. No es la misma de antes, mijita. Me ofrecen una casa bastante cómoda en San Ángel, a buen precio; tiene un jardín más grande”.
¿Y dónde creen que me volví a encontrar a Speedy, muchos años después? ¡Pues en el Estadio Azteca! Llevaba yo a mis nietos al futbol (mis hijos y sus esposas me salieron bastante huevones en eso de criar niños: se apoltronaban a jugar turista o a ver con ellos la tele, y ya). Un gentío enorme. Él ya vestía, y debía serlo, como todo un abogado de importancia. ¡Hasta para ir al futbol, con su esposa y su bebé!
Todos nos empujábamos para entrar, porque había un caos enorme en la puerta. Chabela y yo abrazábamos a mis nietos como fornidas Mamá Ganso, o Mamá Gallina, según dice ella. Abuela abuela sería yo, pero la misma güerota robusta de siempre, que no me dejaba de nadie, y le entraba sabroso a las mentadas; y empujaba duro, aunque por ahí me gritaran: “¡Pinche gringa, no empuje!”. (Me descubrían lo de gringa porque cuando los chamacos de la chusma se pasaban de albureros, los consternaba con dos o tres maldiciones de importación.)
Pues ¿creerán que así y todo, con su chamaquito sobre los hombros, y su esposa de aire sometido y mustio detrás, a unos cuantos pasos, tuvo el empacho de emparejárseme y soltarme, con esa voz de Arturo de Córdova cuando quiere y no quiere llorar: “¡Tú me arruinaste mi vida entera!”?
Uno de mis nietos me preguntó:
—¿Qué te dijo ese señor, abue Julie?
—Anda revendiendo boletos, mijo.
—¡Nosotros ya tenemos boletos! —le espetó mi nieto mayor, con toda la decisión de un aficionado al futbol en pleno mediodía de domingo.
Providencialmente fluyó entonces la muchedumbre. Y al ratito ya estábamos en nuestros asientos mis dos nietos, la gran Chabela y yo, gritándole puras vivas al Atlante. A fin de cuentas, la patria de una abuela son sus nietos. Y cierro con el escudo del Atlante mis tribulaciones como mexicanista.

LAS AVENTURAS DE UN JACOBINO EN PUEBLA

A la memoria de Pepe Morante
Sin duda ustedes habrán oído hablar de Huitla, ese pintoresco pueblito tropical cundido de vegetación y de todo tipo de flores; con sus blancos caserones de muros enyesados y techos de teja, sus empedradas calles escalonadas, que brillan bajo los aguaceros como si fueran de metal, y las altas torres de su iglesia. Está en la Sierra de Puebla.
Ah, y sus coloridos mercados domingueros, en la plaza, llenos de indios que bajan de los cerros a comprar cassettes de Bronco, los Temerarios y los Tigres del Norte; pantalones de mezclilla, camisetas de U2 y tenis y huaraches de plástico. Y de turistas que adquieren la indumentaria indígena de manta, bordada, insuperable para descansar junto a una alberca, en torno a la parrillada; para sudar cómodamente en la discotheque y para pasear en el calor abochornante por los jardines de los hoteles y las huertas de las fincas de recreo, además de todo tipo de cerámica y cestería para decorar folkóricamente un progresista hogar universitario.
Habitualmente no se ve mucha miseria en Huitla, porque los indios viven en sus aldeas de las montañas. Tampoco se ve a los grandes cafetaleros ni a los ganaderos, que van y vienen en coche o avioneta entre sus espléndidas propiedades y sus oficinas y residencias en Puebla, Veracruz o el Distrito Federal. El turismo es dominguero. De modo que entre semana parece un pueblo vacío, una maqueta de museo de “cultura popular”, con algunas señoras que se abanican con revistas de estrellas de televisión a todo color, en sus dos o tres tiendas y fondas semivacías.
Lucen entonces en su variado esplendor la vegetación (ya un locutor de TV-Azteca habló del “verde multicolor” de la Sierra de Puebla), las flores, las calles empedradas construidas como escaleras de un afanoso laberinto, los gruesos muros enyesados, los techos de teja, las terrazas con macetones. Y de repente, un estrépito infernal: las campanas de la iglesia.
Dos torres de tres pisos dotadas de no sé cuantas campanas potentísimas, como forjadas para imitar el escándalo del fin del mundo. Rompen los oídos a muchas cuadras de distancia. Y desde la visita del papa y el nuevo poder legal de la Iglesia tañen a cada rato, todos los días. Ni caso tiene señalar que, entre tal estrépito, no se escuchan las mentadas de madre al cura, a quien la población denomina “el enemigo del oído humano”, por parte de los funcionarios y empleados del ayuntamiento, que está exactamente junto a la iglesia; ni las de los tenderos, fonderos y vecinos del pueblo, quienes siempre llevan consigo bolitas de algodón y de cera para tapiarse a cada rato las orejas.
Las campanas empiezan a bombardear al pueblo desde las cuatro y media de la mañana y no cesan hasta después de las diez de la noche. En días de gran santo (y los santos grandes suman legión) siguen hasta la madrugada. Su horario y sus intenciones son arbitrarias, pues ni siquiera las toca el cura, sino un mozo-sacristán aguardentoso, imbuido de todo el odio que el cura siente por las estatuas de Benito Juárez (tosca, de piedra) y de Cuauhtémoc (amanerada, semidesnuda, con vientre físico-culturista, de yeso dorado) que el gobierno jacobino erigió durante los buenos días del PRI en el centro de la plaza; y por la impía modernidad que mantiene a toda la gente pegada a sus radios y televisiones, sin temor alguno de Dios ni del fin del mundo.
Hay también triunfalismo, revanchismo, en el tesón con que el cura manda y el sacristán pone en práctica la furia de las campanas: hace unos treinta años, cuando el viento todavía no les hacía nada al PRI ni Juárez, el presidente municipal don Aristarco Méndez, padre del actual, mi amigo Jenofonte H. Méndez, hizo reglamentar el tañido de las campanas. Sólo podían sonar tres veces antes de cada “acto efectivo” de culto; y no todas al unísono, sino nomás unas cuantas, para no “quebrantar la tranquilidad de la ciudadanía”.
Por “acto efectivo” de culto se consideraban las misas y los rosarios con feligresía comprobable, pues resultaba que las campanas atronaban todo el tiempo, pero la iglesia siempre estaba vacía y hasta cerrada por falta de feligreses: ¿qué caso tenía “sobresaltar a la ciudadanía” cuando no estaba ocurriendo nada? Y democráticamente debía aplicarse a las campanas de la iglesia la misma ley que se imponía al sonido de cantinas y cabarets: fijarles un límite de decibeles, para “no atentar contra la salud del oído humano”.
Ni siquiera entonces, cuando el viento no les hacía nada al PRI ni a Juárez, pudo prevalecer el munícipe jacobino, por más que juntó las firmas de todos, sin excepción, los vecinos de las manzanas circundantes a la plaza. El cura argumentó que los campanazos se dirigían también a los “hermanos indígenas”, quienes tenían todo el derecho a escucharlas desde sus arduas labores en los montes remotos, aunque sólo bajaran los domingos y visitaran el templo tempranito, antes de que el mercado entrara en plena actividad.
Protestó también el párroco porque el munícipe enviaba a las esposas e hijas (enrebozadas y disfrazadas de beatas) de sus empleados a espiar a la iglesia, para luego publicar en el pequeño periódico dominical La Voz de Juárez. ¡Con la República siempre!, la estadística de que a tantos campanazos de tantos “megadecibeles” correspondían dos sordísimas ancianas dormidas durante el rosario, o las más de las veces, a una iglesia cerrada mientras el cura estaba jugando dominó en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre con el propio presidente municipal.
El obispo de Puebla apoyó al cura, y el ciudadano gobernador constitucional del libre y soberano Estado de Puebla se hizo oficialmente el desentendido, pero a trasmano se comunicó a las autoridades eclesiásticas que si no cesaban en su intemperancia con las campanas podría ocurrir que el Seguro Social repartiera más propaganda del control de la natalidad; que se autorizara algún indigenista dispensario protestante en la mera plaza de Huitla; que los vigilantes del municipio no advirtieran una gran campaña intempestiva de pósters y volantes de semidesnudas vedettes de palenque, los cuales amanecerían pegados en cuantos postes y muros disponibles se encontraran cerca de la iglesia; y que, en fin, el Estado podría instalar muchos altavoces (de los cientos que almacenaba el PRI en sus bodegas, y sólo usaba durante las campañas electorales) en la plaza, para amenizar a todo volumen la vida ciudadana con puras cumbias, rancheras y rocanrol.
De hecho, toda esa propaganda apareció un domingo tapizando la barda misma de la iglesia, y una camioneta del PRI (el emblema cubierto por una gran foto de Irma Serrano en minifalda ranchera), con altavoz, se estacionó frente a su entrada para detonar ininterrumpidamente, durante todo un día, pura música de Carlos Lico y de la Sonora Santanera. Y se repartieron eruditos folletos de control de la natalidad entre los marchantes analfabetos del mercado.
Durante unos años, hasta su muerte, el cura moderó sus campanazos. Seguían sonando fuerte, pero no todas las campanas a la vez y no todo el tiempo. El munícipe por su parte prohibió con un valiente decreto la publicidad nudista o jacarandosa, y santa paz. Huitla podía aburrirse tranquilamente entre campanazo y campanazo. Y como todos sus antecesores desde la Independencia, el cura y el presidente municipal podían jugar amistosamente cartas y dominó con el boticario y el maestro rural en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre y sus antecesores.
Republicanamente cambiaron el presidente municipal de Huitla y el gobernador de Puebla; también, fatalidad de la vida, envejecieron y fueron reemplazados el obispo de Puebla y el cura de Huitla. Pero volvió a comenzar el ciclo de la animosidad entre el nuevo cura y el nuevo munícipe jacobino, por más que siguieran jugando dominó dos o tres tardes a la semana. El nuevo cura, para quien los tiempos del “oscurantismo de la PRI-Reforma” habían caducado “al igual que las tiranías de Nerón y Diocleciano”, tomó como pretexto la visita del papa para volver a hacer estallar todas las campanas todo el tiempo.
El cura volvió a ser “el enemigo del oído humano” para los ensordecidos empleados y funcionarios del ayuntamiento, para los tenderos, fonderos y vecinos. Se retomó la costumbre de traer en los bolsillos bolitas de cera y algodón, y de contestar cada campanada con una mentada de madre contra el cura; inocuamente, pues ni siquiera alcanzaba a escucharla quien la gritaba.
Una mañana de domingo, en plena efervescencia del tianguis en la plaza, hizo su aparición una camioneta (las siglas del PRI cubiertas por una gran foto de Olga Breeskin en bikini) con altavoz. Gobernaba el ayuntamiento don Píndaro L. Méndez, hermano de aquel edil y tío del actual. Pero ya no se trató de simples cumbias, ni de Carlos Lico, ni de la Sonora Santanera. Eran puras canciones “pornográficas” de Lupita D’Alessio, María Conchita Alonso, Camilo Sesto, Emmanuel y José José.
Para entonces había crecido el turismo universitario o antropológico, y se habían acondicionado como hoteles tres o cuatro casonas céntricas. Tenían bar y variedad los fines de semana, hasta de strip-tease y travestis. Los turistas universitarios que iban a disfrutar de la etnología y del folklore son gente terrible en busca de aventuras inusitadas. No sólo se emborrachaban, sino que fumaban mariguana al pie de la dorada y amanerada estatua de yeso de Cuauhtémoc, que lucía buenas piernas. Y “fornicaban” frente al paisaje, en la madrugada, bajo los flamboyanes de la plaza. Andaban en minifaldas y shortcitos por eso de “la calor”.
Con el pretexto de disfrazarse de indias, las chamacas sociólogas se ponían pantalones y blusas indígenas de manta (que Dios sabe que sólo se inventaron para los hombres), a fin de tornear y transparentar a la menor brisa todas sus formas pecaminosas. Los indios disfrutaban del espectáculo, muertos de risa.
El munícipe había autorizado, además, un cine permanente en el patio de otra casona, donde se exhibían puras películas de narcos, sexo y violencia, al que iban sobre todo los indios jóvenes, quienes ya para entonces usaban acampanados pantalones Milano y cachuchas de béisbol, y más sabían de los hermanos Almada, de Lola la Trailera y de Sylvester Stallone que de fray Bartolomé de las Casas y don Juan de Palafox.
Para colmo de horrores, le escribió el cura al obispo de Puebla, la propaganda del control de la natalidad del Seguro Social sí se había incrementado en una forma alarmante. Hasta se hablaba de eso en la escuela primaria. Pocos años después (ya la era del sida) añadió que el maestro rural había instruido al grupo de sexto año (es el mayor grado de escolaridad de Huitla, pues no hay secundaria, y sólo media docena de chamacos al año logran su certificado de primaria), días antes de la fiesta de fin de cursos, ¡en el uso de condones! Había calzado pedagógicamente un condón en el extremo de un palo de escoba.
No sólo eso: cundía la subversión; los universitarios comunistas y los protestantes, “ajenos a nuestro siempre católico Estado de Puebla”, se habían metido a agitar a los trabajadores de las fincas cafetaleras y de los ranchos ganaderos. Sólo la venida del papa (“¡Qué venidota!”, se había atrevido a decir el edil don Píndaro en pleno juego de dominó, frente a las narices mismas del cura) podía salvar de la perdición a ese “poblano redil de Dios, que adoraba a Cristo aun en su gentilidad, con el nombre de Quetzalcóatl”. Como siglos después diría el bolero: “Antes de conocerte, te adiviné”.
Y terminaba alertando de que la infamia y la corrupción de las costumbres no alcanzaba ya sólo a los mestizos de Huitla (a quienes siempre se consideró, por lo demás, semicristianos y condenados de antemano al averno, por más que tanto el obispo de Puebla como el cura de Huitla fueran bien mestizos), sino a los propios indios, quienes hasta entonces se habían conservado tan “sobajados, serviciales, dulces y devotos”, a pesar de las revoluciones y discordias sociales de dos siglos liberales, como en los tiempos dorados de la evangelización.
El obispo de Puebla, orondamente “angelopolitano”, semper fidelis, volvió a apoyar al cura. Y con qué fuerza atronaban las campanas. ¡Cómo hacían saltar al propio presidente municipal de su escritorio, a cada rato; cómo provocaban que don Tucídides Aguirre volcara las garrafas de pulque, y hasta le hacían perder al propio cura la concentración en el dominó!
Este nuevo cura retomó la belicosidad de sus antecesores. Una mañana el dorado Cuauhtémoc apareció con un gran escapulario de cartón, izando sobre su lanza siempre insumisa una gran estampa de la Virgen del Socorro. Otro día amaneció don Benito Juárez, tan bien peinado de raya enmedio, tocado con un bonete; y en su pedestal una frase que decía: “¡Antes de morir, se confesó!”
Don Píndaro, por primera vez en más de cien años, no pudo responder como buen jacobino a la provocación clerical. Órdenes terminantes del centro, del gobierno federal, le ataron los manos. “Las cosas han cambiado”, se le dijo. “Ahora somos pluralistas, democráticos y modernos, y hay que buscar un buen entendimiento con el clero.”
El cura lo supo y se envalentonó. Ya no le parecieron suficientes las campanas. Compró un enorme aparato de sonido. “Como la gente no va a la iglesia, la iglesia debe ir a la gente”, se justificó ante don Tucídides.
Hacía grabar en cassette su sermón dominical de la misa de doce, la de la gente decente, y lo ponía a resonar desde unos altavoces potentísimos en las torres de la iglesia. A todas horas durante toda la semana. Entre campanazos y campanazos, el mismo sermón; entre las repeticiones del sermón, los campanazos. Poco faltó para que acudiera a una comisión internacional de Derechos Humanos para quejarse del jacobino munícipe, quien había hecho arrestar al aguardentoso sacristán por tres horas —acusado de violar la Ley Seca en día cívico— y había suspendido la corriente eléctrica de la iglesia la mañana de un 16 de septiembre, a fin de realizar sin campanazos ni sermón su “demagógico” desfile de escolares “acarreados” en pos de la bandera nacional.
Parecía que el jacobino había perdido de una vez para siempre su eterno pleito con el cura en ese pueblito de la Sierra de Puebla. De hecho, al dejar la presidencia, don Píndaro abandonó su vieja y querida casona en el centro de Huitla, que su familia había habitado durante diez generaciones, y se hizo construir una moderna, con jacuzzi, bastante lejos, por el panteón civil, donde de cualquier manera seguía escuchando el eco de las campanas y de los aguerridos sermones del cura contra el caos y el diabolismo de estos tiempos.
No se conformó el cura con los campanazos y los sermones. Mandó grabar el rosario en una buena parroquia de la propia ciudad de Puebla, la de San Miguelito, donde se oyera tupido y en buen castellano; y asestaba el cassete completo por los altavoces, a todo volumen, todas las tardes, a los sufridos habitantes de Huitla. No lo ponía a una hora determinada, para que la gente no pudiera escaparse, corriendo en estampida hasta más allá del panteón civil. “¡Santa Virgen del Rosario, sálvanos del rosario!”, clamaban. Su repertorio se amplió con himnos marianos y cristeros, con sermones del papa y del obispo de Puebla, y finalmente hasta con canciones devotas entonadas por artistas de moda, como Roberto Carlos y Lucerito.
Llegó a la presidencia municipal mi amigo Jenofonte H. Méndez, nieto, hijo y sobrino de próceres huitlenses, y se encontró con las mismas órdenes que don Píndaro. Los tiempos en efecto habían cambiado, y no había modo de responder al clero fuera de la ley. ¿Y cómo responderle dentro de ella, si no había reglamentos contra las campanas ni contra los sermones en altavoz? ¿Si para los sonidos clericales no existía límite legal alguno de frecuencia ni de decibeles?
Por lo demás, las represalias de sus ancestros ya no funcionarían. Las grabadoras portátiles se habían popularizado aun entre los indios, y las ponían a todo volumen los domingos, en el mercado, aumentado la confusión de campanas, sermones, vivas a Cristo Rey y lamentos amorosos de Bronco, los Tigres del Norte y los Temerarios, todo a un tiempo. En la propia televisión se veían más semiencueradas que en todos los afiches que discurriera pegar en la barda de la iglesia. La “sociedad civil”, tan católica en otros aspectos, distribuía por sí misma condones y guías de educación sexual hasta en el atrio. ¡Incluso los boy-scouts (claro, forasteros: no hay boy-scouts nativos en Huitla), rezando el rosario, repartían condones y manuales de “sexo seguro”! El mundo también había empeorado para el cura, pero sus campanazos y sermones atronaban peor que nunca.
“¿Cómo proteger los oídos de la ciudadanía del estrépito clerical?”, se preguntaba el jacobino Jenofonte en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre, mientras buscaba que el cura le diera una oportunidad de deshacerse de la mula de seis.
“¿Cómo proteger a la feligresía, sobre todo a ‘nuestros hermanos indígenas’, de la corrupción del gobierno tiránico y del mundo moderno?”, se preguntaba el cura mientras, astutamente, le ahorcaba la mula de seis al munícipe.
El boticario y el maestro rural ya habían decidido (en secreto) que una futura revolución debía expulsar, al mismo tiempo y con parejo y ejemplar rigor, tanto a la iglesia como al edificio del ayuntamiento del centro de Huitla, y refundirlos a ambos en lo más intrincado de la Sierra de Puebla.
Pero mi amigo Jenofonte halló la solución. Un día supo que la “sociedad civil” también contaba, entre sus múltiples lemas, con el de la protección de los animales. Y efectivamente, la proliferación de perros sin dueño era todo un problema municipal, reflexionó. Ningún munícipe se había ocupado de ellos, ni en caso de rabia: la propia gente se encargaba de matar a pedradas a los perros rabiosos. ¿Con qué presupuesto se iba a proteger, por más cromo de san Francisco de Asís con rosas de plástico que se venerase en la iglesia, al hermano perro, a la hermana perra, si no había dinero ni para darles frijoles una vez al día a los presos en la cárcel municipal?
Tampoco los munícipes se habían ocupado mucho de la delincuencia. Dejaban que la propia gente matara o linchara a los abigeos, asesinos y ladrones, en vendettas interminables que siempre han sido una patriótica tradición poblana. Sólo en casos especialísimos, de los que habla la prensa de la capital, se detenía a algún delincuente y se le remitía a la cárcel del estado, para que “lo mantenga el gobernador”.
El pequeño cuarto enrejado, dentro del propio palacio municipal, con amplia vista a la calle, sin vidrieras, completamente descubierto, a unos veinte metros de la iglesia, que decía “Cárcel” en letras desvaídas, apenas albergaba de vez en cuando, por dos o tres días, a los misérrimos borrachines alborotadores que no podían pagar su multa; y se les hacía barrer las calles, custodiados por los dos desnutridos gendarmes que constituían toda la fuerza pública del municipio. Los presos sólo comían si sus familias les llevaban un taco. Así, la cárcel se encontraba casi siempre vacía.
El munícipe jacobino resolvió fastidiar al cura de la siguiente manera: cambió el letrero de “Cárcel” por el de “Centro de Protección y Rehabilitación Canina del H. Ayuntamiento de Huitla, Pue.” Comisionó a los dos gendarmes para aprehender a cuanta perra callejera se encontrara en los soberanos límites del municipio. Dicen que hasta importó, con cargo al erario, docenas de perras de los municipios colindantes. Sólo encarceló, es decir, amparó en la ex-cárcel municipal, a las hembras. “Ellas merecen más la protección gubernamental que los machos”, dijo en un oportuno desplante feminista, propio de los nuevos tiempos, ahorcándole ahora la mula de seis al cura, en la tienda-pulquería de don Tucídides Aguirre.
Sobra decir que en unos cuantos días el olor de hembra atrajo a todos los perros de la localidad y de los alrededores. Que incluso los perros domésticos aullaban sin parar dentro de las casas vecinas. Que el aullido de los perros innumerables ante el olor de tantas hembras juntas sí logró destacar entre los campanazos y sermones de altavoz. Que se volvieron todo un espectáculo regional, incluso con beneficios turísticos, los episodios de tanto macho sobrexcitado frente a la iglesia y al ayuntamiento, sobre todo cuando, en su desesperación sexual, los machos se desahogaban entre ellos mismos, y luego no se podían separar, y aullaban más desoladoramente que campanario alguno, ensartadísimos, jalando inútilmente cada cual en sentido opuesto.
Fue así como el cura cedió al fin. Desactivó algunas campanas. Redujo la abundancia de campanazos, de sermones, de himnos marianos y cristeros. Es cierto que no se rindió del todo, pero tampoco lo hizo el jacobino.
La cárcel no retornó a su antigua función. Siguió siendo el “Centro de Protección y Rehabilitación Canina del H. Ayuntamiento de Huitla, Pue.”, con dos o tres perras en celo nada más, y no cincuenta. Ahí sigue en pie de guerra, por sí las dudas. Hasta el obispo de Puebla vino a inspeccionar el caso. Se le vio espiar desde la ventanilla polarizada de su limusina este último, agónico recurso de un jacobino tenaz.

INDITO DE OJOS AZULES


Mi madre era exigente en cuestión de sirvientas. Las iba a buscar ella misma a los ranchos, a los pueblos. Las prefería muy indígenas, lo más posible, porque le parecían más respetuosas y honradas; y madres solteras o viudas que tuvieran hijos de nuestra edad. Las citadinas no merecían su confianza: maleadas, altaneras, alebrestadas, que cualquier día se largaban con el lechero sin decir adiós ni gracias.
Las indias se ponían felices de dejar sus pueblos, sus familias tiránicas, y venirse a la capital con techo y trabajo seguros, y con la oportunidad de cuidar mejor a sus hijos. Así mi hermano y yo nos criamos entre inditos en nuestro departamento de Polanco, no precisamente como hermanos, pero si como, digamos, primos políticos.
Comíamos todos casi lo mismo y no se notaba demasiado la diferencia en la ropa ni en los juguetes. Mi madre se preciaba de no ser racista y de practicar el cristianismo con el prójimo. Pero sobre todo estaba tranquila y contenta, porque sabía que esas nanas-sirvientas eran muy agradecidas, y devolvían en favor de nuestra crianza cuanto mamá hiciera para beneficiar la de sus hijos.
Los huevitos, la lechita y la ropita que les daba resultaban, pues, baratísimos, en comparación con los cuidados y atenciones que ellas nos prodigaban a mi hermano y a mí. En realidad nos criaron esas mujeres, más que nuestra propia madre, y las recordamos con un cariño enorme, profundo. De veras las necesitábamos: mamá había enviudado y casi nunca estaba en casa, dedicada todo el día a los negocios. Aquellos niños nos consideran todavía de la familia y hace poco nos invitaron a bautizar a sus primogénitos, que llevan nuestros nombres: José, Rubén.
Tuvimos dos nanas: Carmen y Socorro. Carmen no llegó a aclimatarse en la capital, de modo que se regresó a los tres años, ya con sus niños muy crecidos y gordos, capaces de declamar todo el alfabeto. Todavía nos visita una o dos veces al año y nos trae canastas de verdura y guajolotes.
A Socorro tuvimos que traspasársela a mi tía Lulú, después de seis o siete años de servir en nuestra casa. Por entonces mi hermano y yo estábamos en la secundaria, y mamá cambió de opinión en cuestión de sirvientas. No podía seguir vistiendo y alimentando a tanta gente, y ni modo de educar a los hijos de Socorro para intelectuales: todavía estaban a tiempo de recobrar su estado natural de campesinos.
Por lo demás, ya no necesitábamos de tantos cuidados. Y no se veía bien que dos varones adolescentes estuvieran solos todo el día en casa con una criada joven. Decidió que ahora convenía una señora de edad, que nada más se encargara de lavar y planchar la ropa, y de darle una buena limpiada al departamento una vez por semana. ¿Pero dónde encontrar a esa respetable señora de edad?
Socorro nos ofreció a su mamá, doña Dominga. Ya trabajaba de sirvienta en México, pero por horas. Era ambiciosa y tenía sus ideas, dijo Socorro. Quería su independencia y ganar el mayor dinero posible.
Mi madre quedó complacida. Recobrábamos nuestra libertad. Así llegó doña Dominga como un ciclón. Se aparecía dos veces por semana muy temprano, y con una furia y un ruideral inusitados hacía en poco tiempo todo el trabajo. Se iba feliz con su dinero, hacia el medio día, a servir en otras casas.
Qué eficiencia. Qué diligencia. “¿Pero no estará exagerando un poco?”, se preguntaba mi madre. “Ya tiene sesenta años y tanto trabajo puede hacerle daño”. No lo parecía. Era una mujer pequeñita y delgada pero fuerte, correosa. Nada de maquillaje ni perfumes. Medias de hilo. Zapatos simples sin tacón. Vestidos baratos y sencillos. Un solo suéter, azul marino. Aretes pequeños. La imagen más edificante posible de la mujer indígena: limpia, austera, sin otra vanidad que su larga trenza entrecana siempre perfecta.
Mi hermano y yo nos quedamos un poco huérfanos en la casa súbitamente silenciosa. Resentimos el aire huraño de doña Dominga, quien no admitía nuestras travesuras ni nuestra conversación, y protestaba porque le quitábamos el tiempo. Sólo quería hacer su trabajo tan rápido con fuera posible e irse a la otra casa que le tocara ese día, a ganar su segundo salario.
Por entonces se nos perdió de vista Socorro. Acostumbrada al trato familiar y cariñoso de nuestra casa no se adecuó al más expedito de la tía Lulú.
—Esa ingrata se largó de la noche a la mañana, sin darme tiempo de buscar otra criada —protestó mi tía—. ¡Lo hizo adrede, nomás para ponerme a fregar platos!
doña Dominga no sabía o no quiso decirnos qué había sido de Socorro. Hasta nos dio la impresión de que la desaprobaba y se avergonzaba un poco de su ingratitud.
Entonces ocurrió el prodigio. Un día se apareció doña Dominga con un indito de ojos azules, más rubio que un vendedor de biblias. Pero todo su trato era de rancherito y hablaba en náhuatl con ella. Como de quince años.
—Es mi hijo Antonio —anunció sin más.
Lo sentaba en la cocina a leer monitos o le prendía la televisión, mientras ella revolvía y sacaba lustre a toda la casa. Se trataba de un mocetón como jugador de futbol, dos o tres años más grande que nosotros. Nos restregábamos los ojos para convencernos de que era indito, el hijo de doña Dominga, y no un gringo.
—¿No se lo habrá robado, tú? —le comentó mi tía Lulú a mamá—. ¿De dónde Dominga iba a parir un hijo rubio y de ojos azules como Niño Jesús? Ya ves que la Soco era prieta renegrida.
Pero el niñote le era tan devoto a doña Dominga y hablaba en su idioma; además, andaba de lo más cuidado y consentido, traía reloj y ropa tan buena o mejor que la nuestra. Ella lo complacía en todo. Lo llevaba al futbol los domingos, al cine, a fondas de antojitos.
Nos explicó entre dientes que era hijo de su difunto marido; no el padre de Socorro, sino un güero. Y ya. Su marido le había dejado un hijastro güero de ojos azules, Antonio, y lo iba a poner a estudiar en alguna escuela de la capital. ¿En dónde? Misterio, y gestos ya de plano iracundos de doña Dominga. “Ladinos metiches, ¿qué les importa?”, murmuraría.
Con los meses vimos el impacto de la capital en el carácter de Antonio. Perdió timidez, mejoró rápidamente su castellano, se volvió insolente. Se nos empezaron a desaparecer las cosas.
El día que se le esfumó a mi madre, de su propia bolsa, una fajilla de billetes que acababa de cobrar en el banco, estuvo a punto de acudir a la policía y denunciar el extraño caso del indito de ojos azules. Se desistió por no causarle una pena a Socorro.
Ni siquiera fue necesario despedir a doña Dominga, porque ella misma anunció que no iba a seguir trabajando donde se desconfiara de ella y de su hijo. Y que más valía que mi madre pusiera orden en sus cosas porque siempre lo andaba perdiendo todo. ¿Cuántos aretes y anillos no había encontrado doña Dominga, tirados por ahí entre la ropa sucia o debajo del tocador? En efecto: y cualquiera de esas joyas recuperadas valía más de los cinco mil pesos de la mentada fajilla.
Doña Dominga siguió trabajando en edificios próximos. Y la veíamos ir y venir con su hijote perezoso, catrín, reluciente, doradísimo. Se había vuelto famosa por su ambición de dinero y por su indito de ojos azules.
De pronto, el escándalo: Antonio la había abandonado, con dos buenas cachetadas, por el maricón de la farmacia. Lo vimos junto al boticario patilludo detrás del mostrador varios meses, leyendo monitos, cada vez mejor vestido, cada vez más guapo. Doña Dominga desapareció de la Colonia Polanco. Finalmente el boticario volvió a estar completamente solo, con una tristeza infinita en la cara, sin otro amor que sus grandes patillas relamidas y peinadísimas.
Nos olvidamos varios años de doña Dominga. Pero una tarde se la encontró mi mamá en una casa de San José Insurgentes. Mi madre organiza ventas de productos domésticos en hogares particulares: convence a una señora de que preste su casa para una demostración, que invite a sus amigas; entre ambas les venden a crédito los productos y comparten las utilidades. Así ha recorrido todas las colonias de la ciudad.
—¡Pero qué milagro, Dominga!, ¿qué es de tu vida?
Doña Dominga refunfuñó y siguió limpiando alfombras como máquina supersónica.
—¿Se conocen? Ah, es un primor esta Dominga, ¡y si viera usted la devoción que le tiene a su hijo!
Doña Dominga empalideció. Pero siguió sacando vapor y polvo de todas partes. Mi madre acompañó a la cocina a la dueña de la casa para preparar los bocadillos, ¿y qué se encuentra? ¡A otro indito de ojos azules, más güero que un vendedor de biblias!
No podía ser el mismo, porque éste no pasaba de quince años y aquél ya debería andar en los veintitantos. Éste era todavía más guapo. El vello rubio lo revestía de un resplandor dorado. Estaba todavía mejor vestido que el anterior, pero también leía monitos, y descansaba y mordisqueaba indolentemente papas fritas junto a su Coca Cola mientras doña Dominga se afanaba por su bienestar.
—Esta Dominga es un ángel, quiere ponerlo a estudiar. Qué abnegadas son las madres mexicanas.
—¿Pero cómo pudo tener Dominga semejante hijo, con su edad y con su color? —murmuró mi madre, haciéndose la inocente.
—Un marido güero que se le murió, y le dejó la carga.
La trenza de doña Dominga ya estaba completamente canosa.
Durante toda la demostración de sustancias para perfumar baños, bruñir platería, desmanchar sofás, limpiar madera fina, mi madre estuvo pensando si denunciar o no a doña Dominga con la policía. Volvió a optar por no causarle una pena a Socorro.
Pero he aquí que finalmente Socorro se hizo la aparecida, con sus dos hijos chiquitos nuevos, perfectamente morenos, a quienes no conocíamos, y los dos niños blanquitos de su patrona. Sus hijos mayores (nuestros “primos”) ya andaban de ayudantes de traileros. Había finalmente conseguido otra casa generosa y cristiana donde cuidar a las crías de una patrona sin desatender las propias. El oficio de nana le sentaba. Estaba reluciente en el supermercado, con los dos hijos inditos y los dos niños blanquitos.
—¿Oye, Socorro, y qué ha sido de tus hermanos de ojos azules?
Socorro empalideció, luego enrojeció, quiso enojarse, finalmente soltó a llorar:
—¡Ay, señora, ya lo sabe usted! ¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!
No: desde luego no eran hermanos suyos, ni hijos de ningún güerísimo padrastro difunto. Pero tampoco habían sido robados. No del todo. Las mujeres de su familia eran indias, pero no gitanas. No robaban niños rubios de ojos azules.
La desgracia que les había ocurrido era la chifladura de doña Dominga. Toda una vida tan virtuosa, tan correcta, ¡para envejecer de ese modo!
Hacía quince años le había entrado el furor por los güeros. Se había vuelto a sentir mujer, ya entrecana, con ellos. Todo se lo gastaba en ellos. No pensaba en otra cosa. Ya ni siquiera le hablaba a Socorro, quien alguna vez se había atrevido a criticarla.
—Mi mamá nunca fue enamorada ni descocada, sino hasta ya vieja, por culpa de los güeros.
—¿Y de dónde los saca, por Dios, mujer?
—De San Andrés Tayocapan, cerca de Chipilo.
Eso queda en el Estado de Puebla. En Chipilo se fundó hace cien años una colonia italiana. Eran granjeros pobres que llegaron con una mano adelante y otra atrás, pero güeros y de ojos azules. Se reprodujeron en abundancia. Algunos prosperaron. Otros emigraron. Otros quedaron relegados en los pueblos vecinos, como San Andrés Tayocapan, integrados a la vida indígena y campesina. Inditos de ojos azules.
Ahí andaban por la plaza, el día de mercado, con sus overoles, sus sombreros y sus huaraches, como puntos güeros o alubias en los frijoles. Allá los iba a buscar doña Dominga cuando el hijo en turno la abandonaba. Les platicaba de la capital, de la vida moderna, de qué bonito era México. Les prometía sacarlos del pueblo, traerlos acá, comprarles cosas. Siempre caían.
—¡Pero qué desesperación! —dijo mi madre, compadecida, recordando la aventura del boticario patilludo—. Partirse así el lomo para mantenerlos, ¡y que luego la boten en un dos por tres!
—Los güeros siempre son ingratos —sentenció Socorro.
Color es destino, y aunque mi madre niega que exista el racismo en México, tuvo que aceptar que la piel dorada y los ojos azules siempre encontrarán gran demanda como novios, o de perdida como valet parkings.
—¡Qué desesperación! —continuó diciendo mi madre—. ¡Tanto trabajar para ellos, a sabiendas de que en unos meses o en unas semanas la van a abandonar!
—No se preocupe, señora —dijo Socorro—; en San Andrés Toyocapan conocen a mi madre. Ahí tiene güeritos de sobra esperándola, como quien dice: haciendo fila... ¿Y qué me cuenta del niño Pepe, del niño Rubén? —añadió maternalmente.
—¡Ay Socorro —atronó mi madre—, qué mal me los educaste! ¡Están todo el tiempo echadotes, de huevones! Que dizque van a la universidad, pero nunca los ves estudiando. Todo el tiempo nomás oyendo música, jugando con la computadora. Uno se siente director de cine; el otro, redentor social. ¡Y todavía no aprenden ni a limpiarse los mocos! ¡Ojalá les dure yo mucho tiempo, para mantenerlos, porque ni un huevo revuelto se saben hacer!
—No hay que perder la fe en Dios, señora.
—No hay que perderla, Socorro.